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Opinión: Delimitando al populismo, por Javier Junceda

Ni todas las corrientes emergentes caen bajo el manto del populismo, ni las formaciones que lo critican están liberadas de él. Este deplorable fenómeno, que fundamenta en estribillos, mayúsculas, aspavientos y demás simplezas la solución de los principales dilemas, cuenta hoy con un contexto social propicio, en el que la generalización de las tecnologías de la información y la comunicación dificulta cada vez más el sosiego imprescindible para sedimentar una idea razonable de las cosas que pasan o para separar el grano de la paja.

Aunque existan propuestas que se alzan deliberadamente sobre esta anomalía del sistema, subrayando la gestualidad en lugar de la prudencia que demanda el análisis de cualquier asunto, se extienden también entre las demás tendencias, desplazando cualquier alternativa sensata que no acepte someterse a la corrección política imperante, por más que esta alcance niveles sonrojantes. Las proclamas populistas, pues, abarcan hoy a muchos más escenarios de los que pensamos.

Populismo, por ejemplo, no es plantear proyectos en infinidad de materias, sino hacerlo con demagogia, pensando que esos son los únicos posibles y los que cuentan además con plena capacidad de éxito. Tampoco lo es combatir a quienes aspiran a mantener sus sillones sin merecerlo objetivamente, proponiendo en su lugar a quienes atesoran experiencia y cualidades para el servicio público. Populista es, en suma, el que tilda como tal a otro cuando lo hace incurriendo en la misma degeneración oportunista.

Lo contrario de esta tragedia de las democracias es la seriedad. Dentro de ella descansan elementos como el realismo (revelar lo que sucede en su crudeza, así como lo complejo que resulta dar tan a menudo con la fórmula magistral que ayude a mejorar, en especial cuando está fuera del alcance de quien debe resolverlo); la veracidad (desechar el fraude que persigue ante todo embaucar, en especial a los más desesperados que se agarran al clavo ardiendo del sofisma populista); o, en fin, relativizar (nada peor que magnificar las cosas, remarcando exageradamente lo que peor marcha y ocultando con estrepitoso silencio lo que puede estar yendo mejor).

También el populismo abraza a otros múltiples ámbitos, como las religiones o los contextos profesionales o laborales. Y a todos ellos procede aplicar idénticas reglas. Así, nunca cabrá calificar como populista a quien huya del trazo grueso, de la frase que pueda dar lugar a equívocos o perplejidad o del consejo maximalista. De igual modo que lo será genuinamente quien prefiera la actitud a la aptitud, la mueca al fondo de cada asunto, o la respuesta inmediata del público -el pan y circo-, frente a lo que precisa de una previa introspección.

Donde acostumbra a limitarse el populismo a la mínima expresión, en cambio, es en el medio personal o familiar. Es ahí donde enseguida detectamos al oportunista, al que simplifica o amplifica todo, al que vive en la dicotomía permanente, al que persigue con su discurso una igualdad que le coloque en superior posición frente a los restantes de la casa, al que abusa de planteamientos emocionales frente a los racionales, a quien da la murga con o sin causa, o al que lo fía todo a la imprevisión.

En esa esfera cotidiana, a diferencia de lo que acontece en el entorno público, nunca dudamos en apartar al que molesta, recriminándole incluso con dureza, sustituyéndolo por su antónimo, que es quien trata de estar donde toca estar y de ser lo que hay que ser, sin llamar la atención ni eludir afianzarse en el liderazgo por su madurez y equilibrio.

Los populismos, en fin, ni en casa ni lejos de ella. Salvo que pretendamos vivir en la fantasía de la que se despierta uno con una espantosa pesadilla.

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