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El ingenuo seductor

Las letras de Dylan

Las letras de Dylan

Son como los granos. Llegamos a creer que solo existen en el rostro de los demás hasta que una mañana nos despertamos con uno bien grande en la frente. Así son los prejuicios. Juicios y opiniones que, normalmente, dicen más de nosotros mismos que de la persona o situación que analizamos. Cuando esos prejuicios dejan de ser un argumento individual y se convierten en una estrategia grupal, esa representación mental aumenta su toxicidad y se convierte en discriminación. Algo tan previsible como la propia condición humana.

Confieso que la sorpresa fue la primera sensación que experimenté cuando conocí que Bob Dylan era el nuevo Premio Nobel de Literatura. Pese a que su nombre llevaba varios años sonando en las quinielas, y nadie se había rasgado las vestiduras, era lógico que lo novedoso de la decisión provocase cierto asombro. Pero apenas tardó unos minutos en convertirse en satisfacción. Nada me pareció más acertado que entregar el más prestigioso premio de las letras a un letrista. Lo que me alarmó fue comprobar que una institución tan añeja como la Academia Sueca -su miembro más joven tiene 59 años- aún guardaba una inquietud transformadora más ilusionante que la de muchas de las ilustradas voces que se alzaron contra la decisión de darle el Nobel de Literatura "a un músico". La sutileza con la que se pronunciaba despectivamente, en ese contexto, la palabra ´músico´ fue lo que llamó mi atención. Y no para bien.

No me refiero a las ironías en Twitter, que forman parte de la marca de la casa. Me refiero a esos escritores y escritoras que inconscientemente se reconocen en una especie de élite intelectual alérgica a los estereotipos. Esos que casi siempre suelen examinar los prejuicios en los demás pero nunca en sus propias opiniones. Los mismos que consideran que el honor de ser Nobel -y llevarse los 830.000 euros del premio- es un reconocimiento exclusivo a su sueño, porque ellos habitan ese extraordinario paraje llamado ´el ámbito literario´. Para ellos, la posibilidad de que ese espacio pueda llenarse de ´intrusos´ es algo que les desagrada.

Leí sus lamentos. Uno apuntó que era un "premio nostálgico" entregado por unos "hippies seniles". Otra se postuló para ganar un Grammy (podría hacerlo; hay una categoría para álbumes de palabra hablada o recitada). Hubo quien se apenó del flaco favor que la Academia Sueca había hecho a la cada vez menos popular tarea de leer un libro (más de un siglo de premios Nobel de Literatura y ahora la culpa de que no se lean libros es de Bob Dylan). Gesto populista, falta de mérito literario, bochornoso atropello a eternos candidatos como Murakami o Philip Roth, como si la conquista de uno de ellos borrase la opinable injusticia cometida contra el resto. En definitiva, prejuicios. Prejuicios elitistas, que aún son peores.

Sabemos que el prejuicio negativo se crea por conveniencia, para descartar a otras personas sin que eso nos provoque remordimientos. Y esa terquedad es la misma que cuestionó el Nobel a Svetlana Aleksiévich, el año pasado, porque el periodismo no era literatura. Las letras de Dylan, tampoco. Y supongo que la oratoria de Winston Churchill menos, pero claro, de eso hace sesenta y tres años y ya no merece la pena quejarse. Les ofende porque ellos habían decidido qué era literatura y qué no. Ellos, que se inventaron la etiqueta de ´autor mediático´ para discriminar a aquellos escritores que compaginaban la literatura -sí, he escrito literatura- con las apariciones periódicas en la televisión. Ellos, que repudian los gustos literarios de las clases populares con una condescendencia ofensiva. Ellos, que actúan como divas de la ópera pero rechazan a un poeta del rock.

No hace falta ser un erudito en la obra de Dylan (yo no lo soy) para comprender el enorme potencial de sus versos. De los de Dylan y de los de Lou Reed, Leonard Cohen, Patti Smith o David Bowie. Que esa escritura, de métricas y armonías profundamente poéticas, esté más o menos condicionada por un acompañamiento musical no le resta autenticidad, excelencia, responsabilidad, tradición, solemnidad; en definitiva, mérito literario. Porque se está premiando la soberanía en la letra escrita, no una partitura musical. El poeta chileno Nicanor Parra, eterno candidato al Nobel, dijo en una ocasión que Dylan merecía esa medalla solo por los seis versos que componen el estribillo de Tombstone Blues. Y añadió que esa composición poética era aún más sobresaliente porque carecía de pretensión. Tal vez eso sea lo que les sobra a muchos de los que criticaron el premio como si realmente les hubiesen despojado de una creencia.

No deberíamos escandalizarnos si dentro de treinta años un escritor gana el Nobel de Literatura desde un blog. Porque el soporte es lo de menos, aunque me reconozca un romántico de la letra impresa y encuadernada. Lo trascendental es la palabra, el mensaje, el compromiso, los ideales, el pensamiento, el vigor artístico, la narración, la lírica, la libertad. Sonará grandilocuente, puede que hasta cursi, pero intentemos que no sean los prejuicios quienes subordinen al pensamiento. Fue precisamente Bob Dylan quien dijo: "Las canciones son pensamientos que por un momento paran el tiempo. Escuchar una canción es escuchar pensamientos".

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