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Impresiones veraniegas

Mundos

Mundos

Uno, en su ingenuidad, cree que vive en el mundo, es decir, cree que el mundo que existe es todo él como ése que va conociendo tras nacer y ganar años, desde la infancia a la adolescencia, en el seno de una familia determinada. En mi familia el mundo se reducía a la literatura, a confiar en que a tu padre le publicasen un artículo cada pocos días y un libro de vez en cuando.

Luego, en el colegio, el mundo cambia: se vuelve más complicado y difícil tanto de entender como de manejar porque aparecen claves insospechadas. El tendero, el médico, el conductor del tranvía, el boticario, el electricista: todos ellos tienen hijos que van a tu colegio y te miran como a un bicho raro cuando los raros, por supuesto, son ellos. Acostumbrarte a que es así te lleva toda la enseñanza primaria y el bachillerato; luego, de pronto, has de elegir un oficio, o una carrera, y el mundo nuevo al que te habías, mal que bien, acostumbrado vuelve a cambiar. Ya no pasan lista, ni hay recreo, ni te castigan fuera de clase, al corredor en el que has de vigilar para que el jefe de estudios no se dé cuenta de que te han echado.

Si te da por trabajar de profesor acabados los estudios, la universidad supone un mundo extraño más, pero particular y raro donde los haya. Te metes „te meten„ en una especie de jaula de cristal que deja fuera todo lo que antes resultaba familiar. A cambio, te transformas en otro bicho raro pero de diferente especie; ratón de biblioteca cuando las había, escudriñador de bases electrónicas de datos, sabio en casi nada e ignorante incapaz en casi todo, incapaz de sobrevivir en la jungla de fuera.

Pasan los años, pasan las décadas, y llega el momento en que la universidad ya no te quiere. En las películas sale que a los empleados digamos pasables les regalan un reloj al ponerles en la calle; en la universidad te hacen profesor emérito, que viene a ser lo mismo pero sin que puedas consultar la hora. Pasada la confusión inicial, te enteras de que hay otros países aún más raros en este mundo rarísimo, países en los que a los profesores ni les dan reloj alguno, ni los nombran eméritos, ni los echan a la calle. Puedes, con suerte, cambiar de jaula de cristal e irte a otra que a lo mejor resulta estar al otro lado del Atlántico, en el Pacífico en realidad, y las ideas y vueltas no es que cansen y mareen sino que te dejan con el cuerpo hecho unos zorros.

En esas estábamos cuando aparece un mundo añadido del que ni siquiera podías sospechar. Llega de la mano de un acontecimiento insólito: que se cumplen cien años del nacimiento de tu padre y que eso le importa mucho además a bastante gente. A los trastornos de los viajes de un continente a otro se les añade la necesidad de meterte en los vericuetos de la administración. La encargada de los centenarios ilustres es la misma, vaya por Dios, que la que anda en líos con el mundo más raro de todos los existentes, el de la política con sus poderes en teoría separados -ejecutivo y legislativo- puestos a montar elección tras elección para investir un Gobierno que nunca llega. Por suerte no quedan muchos más mundos ya con los que tropezarte porque tu propio centenario es una barrera a la que no llegarás. Pienso en ese consuelo a bordo de un avión que tardará medio día, doce horas, en llegar a su destino. Con tanto mundo extraño por medio, ya se me ha olvidado cuál es.

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