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El ingenuo seductor

Cosas que no se pueden decir

Todos tenemos opiniones o ideas que no nos atrevemos a manifestar. La cuestión no reside en que existan cosas que no se puedan decir. Más bien tiene que ver con que hay cosas que si decimos, originan consecuencias

Cosas que no se pueden decir

No es que la orden sea el silencio. Es que nos enseñan a temer a las palabras, a las consecuencias -pocas veces provechosas- de nuestra queja u opinión. Nos hemos acostumbrado a que sea más rentable autocensurar un comentario que educarnos en el pensamiento crítico. Cada vez me encuentro con más personas que optan por no hacer pública su opinión por miedo a la reacción de la masa, siempre irracional, visceral, antropológicamente nociva. Y al carecer de una formación basada en el discernimiento, en saber matizar entre una declaración y un ataque, hemos convertido la susceptibilidad en opinión pública.

En los últimos meses he asistido a más linchamientos en redes sociales que en toda la filmografía wéstern junta. No nos gusta la disidencia, homogeneizamos el pensamiento en nombre de la ideología, polarizamos los argumentos, negamos el matiz, no verbalizamos aquello que, ya sea por corrección política o por impopularidad, podría traernos problemas.

A comienzo de semana escuché al actor Willy Toledo quejarse, ni más ni menos que en el programa de televisión Hable con ellas de Telecinco, del boicot que estaba padeciendo en España por manifestar libremente su opinión. Y yo, que puedo compartir el trasfondo de algún pensamiento de Toledo pero estoy en las antípodas de sus formas, pensé que la engañosa supremacía de este sistema reside precisamente en que es capaz de asumir el pensamiento y su oposición, por radical que sea. El sistema crea su propio antisistema y lo sienta en un sofá de Mediaset. El actor es el romántico tipo libre que está solo porque dice lo que piensa y la televisión del sistema lo exhibe, para escarnio de unos y admiración de otros. Juro que tras ver a Willy Toledo debatiendo con estudiosas de la talla de Rocío Carrasco o Alba Carrillo, que le afeó que disfrutase del nudismo en la playa -atentos al nivelón-, llegué a pensar que bastante poco veto se hace en este país a determinadas opiniones. ¿Por qué se veta a Toledo por opinar que aplaudiría a Nadal si jugase con la Cuba comunista y no vetamos a Alba Carrillo o al Pequeño Nicolás, que suelen opinar necedades y todos sabemos que acostumbrar a un país a la estupidez es peligrosísimo? ¿O a la presidenta del FMI que opinó que la gente estaba viviendo demasiado? ¿O a los cantantes de reggaeton, que suelen escribir letras cargadas de machismo y cosificación sexual de la mujer para una audiencia mayoritariamente adolescente? Supongo que la respuesta está en que el sistema crea al enemigo a su imagen y semejanza. Y necesita seres que presuman de ser absolutamente libres en sus opiniones, por encima de la educación, la prudencia, las susceptibilidades o los intereses, para perseguir sus declaraciones, en todo momento y sobre cualquier cosa, como si fuese una máquina de boutades, para enar-decer al circo romano.

Es evidente que la cuestión no reside en que existan cosas que no se puedan decir. Más bien tiene que ver con que hay cosas que si decimos, originan consecuencias. Y en esa voluntad de asumir o no esas consecuencias reside nuestra libertad y nuestra vínculo con la autocensura.

Todos manejamos opiniones, argumentos, ideas que no nos atrevemos a manifestar porque nos intimida la mala interpretación que de nuestras palabras pueda hacer la siempre asalvajada masa o los masificados líderes de opinión. Yo, por ejemplo, siempre he tenido ganas de escribir una columna en la que apuntar que cuando una ciudad está sucia es porque sus habitantes, en general, lo son. Pero no lo he hecho porque nadie quiere leer que el guarro es él. Queremos leer que los cerdos son los demás, que los corruptos son los otros y que la culpa siempre descansa sobre otros hombros.

O una columna sobre el acoso al que te someten los voluntarios de las ONG que van a la caza de tu solidaridad, y tus euros, de una manera tan agresiva que logran que las personas les eviten como quien se aleja del mal fario. Y no lo hago porque la causa que defienden es justa e ineludible aunque su estrategia se me antoje violenta. O reivindicar que me gusta el dinero, que me gusta ganarlo con mi trabajo y que exijo que se me remunere como creo que merezco, por mi trayectoria y por mis conocimientos. Y no lo hago porque tendría que evidenciar a las empresas que me malpagan y seguramente tomarían represalias, tendría que escribir contra aquellos que me solicitan que trabaje gratis para una buena causa y contra esos que el día que le sumé una cifra decente a mi ocupación dejaron de llamarme. O firmar que Mediaset empobrece la ficción que se hace en este país y envilece el negocio del entretenimiento -el de la cultura ni lo huele- cuando se asume que su consejero delegado puede interferir en las tramas de las series hasta desvirtuarlas, o tratar la renovación con la actitud de un emperador romano jugando con el trabajo de cientos de personas o rechazar actrices porque no tienen las tetas todo lo grandes que él considera. Y no lo hago porque no quiero ofender a actores ni a actrices que se buscan el pan, ni a los amigos que trabajan para una de las empresas que más ha contribuido al embrutecimiento de las clases populares en este país. Porque cerrarme puertas, a estas alturas, les aseguro que me preocupa poco. Hace tiempo que dejé de fijarme en las puertas y empecé a prestar atención a las personas que llamaban a la mía.

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