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Impresiones veraniegas

El trancazo

El trancazo

El verano llega de golpe en la meseta; sucede siempre, por más que nos extrañemos año tras año. Y entra con toda su furia; el martes pasado, 5 de julio, al día siguiente de que se inaugurase la exposición en la Biblioteca Nacional de Madrid que conmemora los cien años del nacimiento de Camilo José Cela „un fasto al que habrá que dedicarle atención en otro momento„, a la hora de las brujas, las doce de la noche, los termómetros de la capital del reino marcaban treinta y cinco grados. Cuando sucede eso dormir se convierte en una empresa casi imposible, salvo que dispongas de aire acondicionado. Y si lo tienes, el trancazo llega de inmediato.

A mí me sucede siempre igual: treinta, cuarenta estornudos encadenados y ya sabes que los días siguientes vas a vivirlos en un suplicio de dolor de garganta, tos continua, fiebrones que van y vienen, la nariz obstruida y poco que hacer para remediarlo. Porque el trancazo es la enfermedad más idiota, más común y, por tanto, más molesta que existe pero nadie ha dado con el bálsamo de Fierabrás capaz de aliviar siquiera los síntomas. Son legión los anuncios que, entre programa y programa de las televisiones, o incluso en medio de ellos, te ofrecen salir del moqueo y acabar con las toses. A beneficio de incautos porque no hay nada que hacer. Mi abuela decía que, una vez que pillas el trancazo, dura siete días si tomas medicinas y una semana si pasas de ellas.

Como yo estoy convencido de la bondad de los fármacos me lleno de antihistamínicos y puede que sea cierto, puede que sin ellos el asunto fuese a ir incluso peor pero la verdad es que mi abuela tenía razón en todo excepto en el cálculo. No es una semana; suelen pasar diez o doce días hasta que llega el alivio. Mientras tanto los estornudos vuelven a presentarse „quizá no cuarenta, como la primera vez, pero si más de una decena„ para bochorno de quien se siente un apestado. Porque ésa es otra: estar enfermo es en nuestros días una condición prohibida, no vaya a ser que te conviertas en vía de contagio.

Pero la vida sigue y, con trancazo o sin él, hay que ajustarse a las exigencias del guión que cada vez impone más condiciones. Tras cada noche de duermevela entre los sofocos y las toses llega la necesidad de volver al tajo. Sucede que tenemos entre manos proyectos de gran envergadura. Por fin hemos podido comenzar los registros de la actividad cerebral de delincuentes con pena de cárcel. Pero estamos en ese país del chiste, el del infierno que eligen todos los pecadores ya que los suplicios jamás funcionan. Los primeros registros salen mal porque o bien la máquina se atasca, o el protocolo no funciona o, de acuerdo con la ley de Murphy, todo se tuerce a la vez. Con el trancazo a cuestas no es cosa de ir al hospital de Fuenlabrada, donde se hacen los registros de resonancia funcional, ni al Centro de Tecnología Biomédica, que alberga el aparato de magnetoencefelografía. Así que dejo en otras manos esos cometidos y me aplico a buscar mecenas para los actos del centenario. Hay que ponerse la corbata, elegir americana a juego y encaminarse hacia la reunión siguiente para mayor gloria de los actos de conmemoración que van y que vienen, llenos de alegrías cada vez que aparece un cuadro o un documento nuevo y de inquietudes por la falta de fondos. No se te ocurra estornudar ante un mecenas, me digo. Y me queda más de una semana por delante.

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