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Impresiones primaverales

De viaje

De viaje

De Santa Ana a Chicago, de Chicago a Madrid, de Madrid a Palma, de Palma a Valencia y de Valencia a Madrid. Un viaje casi como cualquier otro, ahora que hemos enloquecido y no sabemos estarnos quietos en ninguna parte.

La vida moderna es en verdad complicada y extenuante, sobre todo en lo que atañe a los viajes. La forma de viajar ha cambiado no poco desde que los humanos somos humanos, con aquellos primeros ancestros de hace siete millones de años que se pusieron de pie y, gracias a ese gesto, cambiaron las cosas para siempre. Nos volvimos el único simio con culo de mal asiento, capaz de recorrer distancias inmensas y de ocupar territorios lejanísimos mientras nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los gorilas, no salían del bosque. Una vez que abandonamos África, hace cerca de dos millones de años, los humanos nos plantamos en el Extremo Oriente en doce mil generaciones que así, a bote pronto, parecen muchas pero la verdad es que sólo cubren un par de cientos de miles de años y eso en términos de tiempo evolutivo, no digamos ya de tiempo geológico, es casi un instante.

Pero estábamos en los viajes de ahora. Hasta hace cosa de un siglo, década más, década menos, para viajar íbamos a pie o, con mucha suerte, a lomos de un burro, un caballo, un dromedario, un elefante, un camello o un asno (creo que a las llamas y de las cebras no puede cabalgar nadie). Lo de zarpar a bordo de un barco puede parecernos un paso adelante en comparación pero, teniendo en cuenta que se navegaba por aguas siempre desconocidas y a menudo hostiles, con el riesgo de que la Tierra fuese plana y nos cayésemos por el precipicio al llegar al borde, cabe entender por qué en los mapas antiguos se ponía en el océano la leyenda de advertencia de "Más allá hay monstruos". Los había, y el escorbuto era el peor de todos.

Con la aparición de los trenes y de los coches todo cambió casi de golpe. Con el avión, más aún, así que hoy apenas pensamos en otro medio de transporte que el del aeroplano, en especial si cambiamos de continente, pero ¿cabe hablar de progreso? Mi abuela viajaba con multitud de baúles y su propia almohada, que no era cosa de confiar en las de los hoteles. Hoy nos apelotonamos en el vientre de un avión repleto, encajándonos como podemos en unos aparatos cada vez más grandes que cuentan, vaya paradoja, con asientos cada vez más diminutos, y dispuestos a pasar por un calvario de multitudes, registros y esperas interminables de uno a otro aeropuerto.

Entre Chicago y Madrid hay cosa de siete mil kilómetros mal medidos; siete horas si se vuela en ese sentido y nueve en el contrario, que la diferencia de tener los vientos de cola o de proa es importante llegando ya a la estratosfera, muy por encima de las nubes. Entre Palma y Valencia hay ciento sesenta y cinco millas náuticas, cerca de trescientos kilómetros, y el barco tarda más o menos lo mismo que el avión de antes dependiendo también del viento y de las olas. Pero aunque estemos hablando de un número equivalente de horas, uno y otro viaje no tienen nada que ver entre sí. Será que estoy más cerca de Colón e incluso de los australopitecos que de Lindbergh y la postmodernidad pero a mí, la verdad, lo de viajar en barco me parece como mucho más humano.

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