Siendo niño, mi padre me llevó a ver una película de Walt Disney, El desierto viviente. Se trataba de un documental que ponían en un cine de pantalla gigantesca recién inaugurado en Madrid. La película de Disney, con un colorido del todo inhabitual para aquellos tiempos, te metía de lleno en las maravillas y los dramas del desierto californiano cuando, en primavera, caen las lluvias y aparece de golpe una explosión de vida. Recuerdo en particular la historia tremenda de la avispa que ponía sus huevos en el cuerpo de una tarántula paralizada para que las larvas fuesen alimentándose de la araña viva. Creo que fue entonces cuando comprendí que el mundo es tremendo, cruel e injusto. Tardaría mucho tiempo todavía en descubrir a Charles Darwin y la teoría de la evolución por selección natural.

Así que en el desierto llueve. Raras veces, desde luego, porque como decía la canción de Albert Hammond quince años después de que se estrenase la película de Disney It never rains in Southern California. Es uno de esos tópicos que te repiten una vez y otra cuando llegas a Los Angeles o a San Diego (en Berkeley y San Francisco ya llueve más). Como todos los tópicos, resulta ser un tanto sospechoso.

Cristina y yo llevamos dos semanas en el sur de California, en el condado de Orange, y en este tiempo nos ha llovido ya cuatro veces de manera incluso seria. Resulta divertido ver a los vecinos de la Town Hall de la universidad de Irvine correr por la calle en camiseta y empapados. No abundan los peatones fuera del campus porque ni Orange County ni el resto de California son lugares para ir a pie. De hecho, al ver a Cristina andando por la calle, unos policías en coche se pararon para preguntarle si tenía algún problema. No es concebible que uno se ponga a andar, salvo accidente, en un país en el que las autopistas modestas tienen seis carriles y se puede girar a la izquierda en cualquier cruce porque la calle dispone de sitio de sobras para dejar una especie de arcén en medio que te permite hacerlo.

Pero estábamos en lo de la lluvia. Cae un día y otro sin que aparezca un solo paraguas a la vista en todo el campus. Se ve que eso del paraguas no es algo que uno tenga en casa como la bicicleta o el patín a ruedas. Luego, en la cafetería o en el departamento, te dicen que hay que ver qué tiempo más raro y que eso no sucede nunca por allí. Pero que haga frío en Méjico, que llueva en California y que nieve en Mallorca son de esas cosas que no pasan jamás hasta que pasan. Algo que luego tampoco resulta tan extraño.

A dos horas en coche de Irvine se encuentra Palm Springs, una ciudad levantada en el valle de Coachella que dicen que destaca por sus campos de golf -cosa que nos tiene más bien sin cuidado- y porque se encuentra al borde del desierto. No sé si se tratará del mismo desierto que filmó Disney aunque imagino que tampoco puede haber grandes diferencias en la amplia zona pedregosa y seca que forma el sudoeste de los Estados Unidos. Aprovechando que, cómo no, tenemos un coche alquilado para que la policía no nos pare por la calle, estamos buscando un momento para ir hasta el parque nacional de Joshua Tree, cerca de Palm Springs, y poder ver sin necesidad de pantalla alguna el desierto después de las lluvias. Si descubro una tarántula paralizada, la libraré de sus penas. Es lo menos que puedo hacer en recuerdo de aquella película impresionante.