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Desde Turquía

La política y el drama humanitario

La política y el drama humanitario

En su poema Ítaca, Kavafis recomienda al viajero tratar con los mercaderes fenicios y hacerse con hermosas mercancías, con "nácar y coral, ámbar y ébano". La realidad de un trabajo en una pequeña organización internacional es más pragmática y consiste básicamente en lograr fondos para financiar los proyectos. Al menos ese fue mi caso. Tras mudarme a Ankara desde Gaziantep, ciudad en el Este de Turquía y a sólo 30 km. de la frontera siria, empezamos un peregrinaje por embajadas, instituciones, y delegaciones en busca de dinero.

Nuestra principal ventaja en este aspecto era la de contar con una red de informantes sobre el terreno. Con estos medios de inteligencia tratábamos de obtener fondos para desarrollar proyectos de asistencia a la población civil y garantizar, en la medida de lo posible, su seguridad en un entorno hostil. Por ejemplo, uno de los objetivos que teníamos era establecer y mantener un cuerpo de policía en un momento en el que el Estado se estaba desintegrando. El problema de una situación como la que se vivía en Siria en la primavera de 2014 era que la resistencia al régimen se estaba atomizando y cada vez las partes envueltas en el conflicto miraban más por sus propios intereses militares mientras que el bienestar de los civiles pasaba a segundo plano. Esto despertaba las suspicacias de las organizaciones internacionales y embajadas, que se mostraban recelosas de verse embarradas en un conflicto de consecuencias imprevisibles y tomando partido por una de las facciones envueltas.

Para terminar de complicar la ecuación irrumpió el ISIS en el conflicto, culminando la tendencia al alza de diferentes grupos extremistas que ya se venía observando. Con cada noticia de una nueva barbarie del autodenominado Estado Islámico en los medios occidentales, el interés de las organizaciones con las que trabajábamos se desplazaba más hacia la vertiente puramente armada del conflicto y los recursos se canalizaban en cómo frenar militarmente al nuevo actor. Uno de los aspectos que más interesaban a las embajadas era precisamente la liberación de sus nacionales secuestrados, que a medida que se recrudecía el conflicto crecían en número. Esta situación nos hacía a nosotros relevantes sólo en la medida en que, con nuestra inteligencia y contactos sobre el terreno, podíamos ayudar a los intereses de dichos países. La población civil por supuesto no era ya la prioridad de nadie, como tampoco lo son ahora los cientos de miles de refugiados que malviven en Turquía, Grecia, los Balcanes o Jordania. Cada país, entonces y ahora, miraba sólo por sus propios intereses y a nadie importaba -ni importa- el drama humanitario.

Mi organización contaba desde el principio con el apoyo de la oposición moderada al régimen brutal de Al Assad. Estos grupos, a medida que se desarrollaba el conflicto, tenían cada vez menos peso y su capacidad operativa se reducía según los extremistas ganaban terreno. Por esta razón, nuestra voz era cada vez menos escuchada y nuestras alternativas recibían una atención menguante. Ante esta pérdida de protagonismo mis jefes optaron por una estrategia frenética de intentos a la desesperada para tratar de mantener la organización operativa. Esto se traducía en llamadas intempestivas a horas insospechadas, propuestas de proyectos descabellados e improvisación en aspectos delicados que afectaban a nuestra propia supervivencia como institución.

Y efectivamente estos intentos a la desesperada no resultaron. Cada vez se iban cerrando más puertas y, ante la falta de fondos, nuestros proyectos languidecían sin financiación para sustentarlos. El interés de la UE y Estados Unidos era ahora simplemente hacer frente a las diferentes facciones islamistas sin ceder ante Al Assad, y en esos planes mi organización no era ya un actor útil. Era cuestión de tiempo que se cerrara la persiana definitivamente, lo que ocurrió en primavera de 2015. Ya sólo me quedaba decidir cuál iba a ser mi decisión: quedarme en Turquía o volver a Ítaca.

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