Diario de Mallorca

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Impresiones invernales

California

California

Ni siquiera recuerdo ya la cantidad de veces que habré cruzado el Atlántico en avión. Sí que me acuerdo de cual fue la primera de todas, allá por el año 1968 o 1969 volando a Río de Janeiro, e incluso la segunda, camino al año siguiente de Nueva York. Luego perdí la cuenta a fuerza de ir de congreso en congreso y de universidad en universidad. Pero siempre, nada más llegar al avión, cambiaba la hora del reloj poniendo la del lugar de destino para anticipar así la llegada. Hasta ahora; el martes pasado, en vuelo a Santa Ana, California, con escala en Chicago, Illinois, dejé por vez primera de hacerlo. Se diría que llegando a una cierta edad ya no conviene anticipar nada a causa de lo mal que pinta el porvenir. Con los recuerdos, ya sobra.

Seis grados bajo cero en Chicago al aterrizar en medio de la nevada me devuelven el recuerdo de que fue en esa ciudad donde descubrí que hay que inyectar agua caliente en las alas del avión para que se pueda seguir el camino. Un piloto me explicó que no es cosa del peso del hielo acumulado sobre el fuselaje sino de que el agua helada cambiar la forma de los planos impidiendo el vuelo. Pero el frío va más allá de la aerodinámica; el mal tiempo ha llevado al cierre de los aeropuertos del norte de los Estados Unidos y del Canadá y acumula retrasos que alcanzan a nuestro viaje rumbo al sudoeste. O´Hara, el aeropuerto de Chicago, es un tumulto, un caos de pasajeros que miran con desespero los paneles con los vuelos cancelados. Cuatro horas más tarde, metidos en el avión bajo la ducha de la máquina que nos rocía de agua hirviendo y anticongelante, nadie sabe por qué no despegamos. Tampoco a nadie parece importarle gran cosa.

A las nueve horas sobre el océano se añade una y media perdida en las diversas colas en que los perros guardianes te husmean, los empleados del control de pasaportes te toman las huellas y te fotografían mientras te interrogan con gesto y tono de sospecha, los de seguridad te hacen descalzarte, no vayas a esconder la maldad en los zapatos, y todo del mundo, en general, te riñe. Ya estamos en el país de las libertades que se ve que en los últimos tiempos no son lo que solían ser antes. Con los retrasos en el despegue del vuelo hacia Orange County el cansancio acumulado deja ya demasiadas huellas. Cuando por fin aterrizamos nos queda todavía esperar las maletas y buscar dónde está la oficina para alquilar el coche que nos permitirá llegar a Irvine. Son para nuestros cuerpos las seis de la mañana sin que haya pasado una noche por medio y todavía podemos dar gracias. La vez anterior Cristina y yo volamos a Los Ángeles en vez de ir a Santa Ana; la experiencia de recorrer una autopista de ocho carriles atestada cuando tu cerebro quiere convencerte de que deberías dormir de una vez por todas no es de las que uno quiere disfrutar otra vez.

Llegando al condado de Orange la impresión es de derrota. Hay que vencer la tentación de meterse en el primer hotel que aparezca; hay que poner las señas precisas en el aparato del GPS „sin él resulta imposible encontrar nada en este país de locos; el aeropuerto de Santa Ana se llama John Wayne y con eso ya está todo dicho„ y por fin, después de creer que no sucedería nunca, terminemos por llegar a Irvine. No recuerdo cuántas veces me habrá sucedido pero siempre pasa lo mismo: alcanzas tu destino y el reloj marca una hora absurda. Del calendario, mejor ni hablar.

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