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El ingenuo seductor

No son cosas de niños

La carta de Diego, el niño de once años que se lanzó desde la ventana de su casa porque ya no aguantaba más ha puesto de manifiesto que el acoso escolar es una realidad contra la que hay que luchar

No son cosas de niños

Me esperaban en la puerta del aula, formando un pasillo. Tenía que pasar entre ellos para acceder a clase. Y sabía que lo mejor era cruzar corriendo porque la intención era golpearme violentamente mientras lo hiciese. Era un juego. Me dejaban notas de papel sobre el pupitre en las que escribían ´maricón´. Como decidí ignorarlas, estrujarlas sin leer y lanzarlas a la papelera, grabaron la palabra en el escritorio con la punta del compás, para que no pudiera desoírla. Era un juego. Mi material escolar era su debilidad. Lo usaban a su antojo; directamente se apropiaban de él porque cuando anulas a alguien, todo lo suyo te pertenece. Era un juego. Opté por no bajar al patio en la hora del recreo. La soledad era la única manera de sentirse a salvo. Hasta que los profesores me obligaron a hacerlo. Estaba prohibido quedarse en el aula. Tus razones daban igual. Las suyas siempre eran mejores. Y descendías al infierno. El mismo infierno que hizo que odiase los domingos que anticipaban el regreso a ese lugar donde me sentía la persona más infeliz del universo. Y así pasaron ocho años. Admitiendo que mi dolor era su pasatiempo.

De eso que les narro, sin entrar en demasiados detalles, han pasado casi cuarenta años. Por eso siento como si escarbasen en mis entrañas cada vez que leo una noticia relacionada con el acoso escolar. He llorado leyendo la carta de despedida de Diego, el niño de once años que se lanzó desde la ventana de su casa porque ya no aguantaba más y que ahora hemos conocido porque una jueza considera que no hay que investigar al centro educativo y ordena archivar la causa. Lloré cuando Alan, el menor trans de diecisiete años, se quitaba la vida porque no soportó la presión de la sociedad y el acoso de un grupo de compañeras. Lloro porque visita mi mente aquel niño al que, en más de una ocasión, se le pasó esa idea nefasta por la cabeza.

El fracaso de una sociedad se puede medir en muchos factores pero uno definitivo es su infancia y su adolescencia porque ellos son el futuro. Seguir viendo esas dos etapas de la existencia como un juego, como una excusa, como una ´edad del pavo´ no es serio. Hay conflictos, dolores, metas, retos, como en cualquier otra etapa de la vida pero, a diferencia de la madurez, faltan herramientas, experiencia, para afrontarlos. Mirar hacia otro lado mientras alguien acosa es de miserables. En el centro educativo en el que estaba escolarizado Diego (Nuestra Señora de los Ángeles, en el barrio madrileño de Villaverde), no es la primera vez que se producen esos hechos. Otra alumna, María, intentó suicidarse hace cinco años. Parte del profesorado del centro conocía el acoso que padecía pero consideraban que eso le haría más fuerte. Entender el sufrimiento como parte del aprendizaje humano es de mercenarios.

Los datos son espeluznantes: un 43% de los menores acosados piensa en el suicidio y un 17% lo intenta. No se puede dormir tranquilo con esos datos en la mesilla. Aún me hiere recordar aquellas palabras de la diputada del PP de la Asamblea de Madrid, Ana Camins, negando la existencia de acoso en las escuelas. Seguir ignorando una realidad no soluciona el problema. Lo agrava porque lo invisibiliza. Que un menor se quite la vida es un problema de todos. De los políticos, que aún piensan que la educación es un as en la manga; de la administración, perezosa y torpe en la identificación e investigación de los casos; de los centros educativos, que no son espacios seguros para las víctimas y que no están dando una respuesta adecuada a la cuestión; y desde luego, de las familias. Busca a un niño acosador, a uno que agreda y se burle del diferente, incluso a uno capaz de saltar sobre un lechón hasta reventarlo, y luego analiza a sus padres. Tal vez ahí esté la respuesta. Padres y profesores, todos en general, debemos mirar a nuestro alrededor, observar más allá de nuestros propios intereses y obligaciones, porque les aseguro que cuando un menor acosa, cuando un menor es acosado, se nota.

Ya no son ´cosas de niños´, como se minimizaba el problema en mi infancia. Ahora tiene nombre: acoso escolar. Actuemos pues. Con contundencia y tolerancia cero. Nuestro sistema está enfermo. La especie humana es un depredador insaciable. Y todo eso adquiere condiciones aterradoras cuando el objeto de la atrocidad es la infancia o la adolescencia. La adolescencia torturada por la propia adolescencia. Que alguien con diez años se quite la vida, cuando tenemos la obligación moral de construirles un puente de luz hacia el futuro, no solo es un fracaso sino que nos convierte en cómplices de asesinato social.

Hoy, con los recuerdos de mi infancia y adolescencia perfectamente almacenados en un lugar que no duele pero que pellizca, me niego a seguir escuchando que no pasa nada, que son casos aislados, que la responsabilidad siempre es del otro. ¡Basta ya! No hay matices, hay una obligación. Frente al acoso escolar solo hay dos salidas posibles: el combate o la complicidad. Asuma después las consecuencias de su elección.

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