Diario de Mallorca

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Impresiones invernales

Regalos

Regalos

Odio las navidades incluso si, como ha sucedido este año, se adornan con unas elecciones parlamentarias insólitas como aperitivo de la semana. Quitando a los niños, que se excitan con la perspectiva de los regalos, y a quienes tienen hijos pequeños, que están obligados a elegir entre árbol de navidad y nacimiento cuando no optan por la salida fácil, la de montar los dos, se me da que a la mayor parte de la ciudadanía eso de las navidades se le da una higa. Aunque siempre hay frikis y no sólo enganchados a la guerra de las galaxias -que reaparece en estas semanas, faltaría más. Hace poco Cristina y yo nos asombrábamos ante la cola enorme de la plaza de Colón, junto a la Biblioteca Nacional, que parecía formarse delante de la nada. Mi tía Maruxa nos lo aclaró: se trata de quienes aguardan para subirse al autobús turístico con el fin de ver las iluminaciones navideñas de Madrid. Encima, mi tía no nos tomaba el pelo: es verdad.

En navidades resulta imposible circular por el centro de la capital como no sea en metro y este año el invierno inexistente empeora las cosas. Hay que andar oyendo la radio para saber si te dejarán aparcar o no en la calle aunque sólo los locos y los amantes de los deportes de riesgo se aventuran a hacerlo. Lo mejor es quedarse en casa pero, ¡ay!, queda pendiente el detalle de los regalos, que algunos hay que hacer. Si se opta por los libros, asunto resuelto; Amazon te los envía a domicilio. Pero luego está el demonio de las coincidencias: justo el día 23 de diciembre cumple años mi tío Jorge, casi como un niño Jesús adelantado. Y peor es Luis Dias, que nació un 31 de diciembre imagino que entre uvas y cohetes. No vas a despachar los cumpleaños con una guía de cocina de Arguiñano.

Pero hay libros y libros; algunos de ellos te reconcilian con las navidades. Joan Punyet me envía de regalo de reyes uno espléndido. Recoge un texto suyo sobre su abuelo, Joan Miró, que comienza cómo no con el color y la forma de los sueños, para seguir luego a lo largo de cosa de trescientas páginas enormes con las fotografías que Jean Marie del Moral ha hecho de los muchísimos objetos que el genio conservaba en sus talleres. El ojo de Miró se llama aunque en su cubierta no aparece nombre alguno; sólo una paleta blanca, muy blanca, con un hueco de rojo fuego que deja sitio para un dedo que ya nunca volverá. Pero, por eso mismo, tanto el texto de Joan como las fotografías de Jean Marie no se refieren a los objetos, y ni siquiera a los espacios del taller de Sert, sino al alma que hubo detrás de todo ello, a ese espíritu inquieto, sorprendente, juguetón, magnífico que tuvo sólo una mujer a lo largo de toda su vida pero cambiaba en cada cuadro de estado de ánimo y de vehículo de creación.

El Miró que nos cuenta Joan Punyet es el mimo que sale y no sale en las fotografías de Jean Marie del Moral. Quién lo dijera. Quizá por eso los autores no se han atrevido a manchar la cubierta del libro con unas letras que se nos antojarían, al cabo, blasfemas. Hay que abrirlo para entender su sentido. Confesaré un delito. Siendo niño me colé a veces en el estudio de Son Abrines para husmear esos mismos cachivaches que no entendía cómo podían atraer a una persona mayor. Pero Joan Miró jamás cometió el pecado de salir de la niñez. Por eso pintaba como pintaba. Ni bajo tortura confesaré si, escondido en el taller, llegué a verle pintar alguna vez.

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