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Impresiones otoñales

Religión

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A lo largo de mis muchos años he conocido a una infinidad de personas religiosas, a otra cantidad comparable de agnósticos o incluso ateos y a una multitud puede que incluso mayor de indiferentes que ni siquiera saben lo que son. Recuerdo que a finales del siglo pasado, dando un seminario sobre evolución humana en la Academia Vaticana en Castelgandolfo, una teóloga de la Iglesia anglicana se extrañó cuando le dije que yo no soy creyente pero sí me siento católico. Dicho de otro modo, me noto partícipe de una cultura en la que los símbolos religiosos son los católicos, desde la Navidad a la Semana Santa, al margen del contenido espiritual que se les dé. Cuentan, aunque no sé si es una leyenda urbana, que el Campesino, el general que mandaba el Quinto Regimiento republicano que resistió a las tropas franquistas a las puertas de Madrid durante un tiempo impensable, le dijo a su ayudante de campo que echase a unos Testigos de Jehová porque él, el general, era ateo y si no lo fuse sería católico que es la única religión verdadera. Creo que muchos se apuntarían a semejante fórmula. En tiempos en los que, además de un referente cultural, la religión era un instrumento de poder político en España, sólo conocí a una persona que exigió apostatar por considerarse insultado al pertenecer a la nómina de los católicos. No diré su nombre aunque, al menos en el circulo de las amistades de mis padres, lo conocíamos todos.

Ahora resulta que apostatar, cuando se supone que estamos en un Estado laico, es más difícil de lo que parece porque no hay un fichero en el que uno aparezca como creyente o apóstata. Será por lo mismo, porque en realidad a quien no tiene fe le da a menudo igual el conseguir o no un papel que lo diga. Más difícil de entender es, a mi juicio, el caso contrario: el de quienes han de ser agnósticos por necesidad a consecuencia de su profesión pero se sienten al mismo tiempo creyentes. Me refiero a los científicos que han de interpretar el mundo como algo ajeno al llamado -con una frase contradictoria en si misma- diseño inteligente. En otra de las veces en que se me ha invitado a discutir con teólogos me tropecé con un genético molecular que, además, era judío ultraortodoxo. Al preguntarle cómo podía compatibilizar las exigencias de una y otra condición me dijo que en el laboratorio se quitaba la kipá, ese gorro que cubre la coronilla, y al salir de él se lo ponía. Si todo fuese tan sencillo a ciencia acierta que la humanidad no tendría tantos problemas.

He conocido a científicos creyentes, pues, pero también a quienes hacían bandera de lo contrario, Dawkins es un ejemplo obvio. Un profesor español, cuyo nombre tampoco diré pero que ha vendido muchos libros de divulgación sobre el cerebro, dijo una vez en un diálogo que mantuvimos en la universidad de Comillas, delante de un público de sacerdotes, muchos de ellos teólogos, que como era natural nadie en aquella sala creía en Dios. Será que lo jesuitas tienen muy buenos modales porque ninguna voz le contradijo. Así que tome yo la palabra y le contesté algo bastante obvio: por supuesto que Dios existe. Sucede como en la novela -y la película- del Fantasma de la Ópera. Lo diré en inglés, que es la lengua de la canción inolvidable de Andrew Lloyd Weber: The phantom of the opera is there, inside your mind. Dios existirá siempre que haya alguien que crea en él. Y que no se me enfaden ni los fieles ni los agnósticos.

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