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Impresiones otoñales

Ciudades

Ciudades

Una de las cosas que más me llamó la atención desde las primeras veces en que viajé a los Estados Unidos es que las ciudades no tienen allí el equivalente del centro que existe en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid o en Roma. Miento; algunas sí que lo tienen: Nueva York, por ejemplo, que dispone de más de uno y encima va moviéndose con el tiempo dentro y fuera de Manhattan. San Francisco también tiene centro, aunque parezca que uno está en una ciudad China. E incluso la ciudad sin downtown por definición, Los Ángeles, cuenta con un barrio en el que puedes pasear por las aceras sin que la policía se detenga a peguntarte qué haces.

Quizá el centro más raro de todas las ciudades que conozco dentro y fuera de los Estados Unidos sea el de la capital de California que, como se sabe, no es ninguna de las dos ya citadas, Los Ángeles o San Francisco, sino Sacramento. La rareza puede parecer que consiste en que tiene un Capitolio igualito al de Washington, otra ciudad con un centro extraño, por cierto, con el cruce de avenidas que alberga nada menos que la Casa Blanca, el Smithsonian, el monumento a Lincoln y la pared estremecedora con los nombres de las victimas estadounidenses de la guerra de Vietnam. Lo más extraño del centro de Sacramento es que han conservado tal cual era el lugar que a mitades del siglo XIX hizo nacer la ciudad. Es igualito que el decorado de una película de vaqueros de las que veíamos de niños.

Por contraste, los laberintos enrevesados de callejuelas que son el centro del centro de las ciudades de Europa se antojan la esencia misma de lo que es la vida urbana. Nada la retrata mejor que esa algarabía típica de uno de los principales inventores de la ciudad, los árabes. Algarabía viene incluso de eso, de Arabia. A veces los urbanistas se entretienen en derribar el barullo para dar paso a la majestuosidad y en ocasiones hasta sale bien como, por ejemplo, en Les Halles de París. En otros lugares el afán iconoclasta se traduce en espanto, como ha sucedido con la Castellana de Madrid y sus palacetes convertidos en iconos ridículos de la postmodernidad.

Hace poco he vuelto a ir a Santiago de Compostela, la ciudad diminuta que supo convertirse en centro de lo que aún no era Europa pero intentaba serlo por medio del Camino de Santiago. La plaza del Obradoiro y sus aledaños, cuando no se le ocurre a cualquier político visionario llenarla de gaiteros, supone el emblema por excelencia de lo que es el círculo central de una diana. Ojalá que nunca a ningún alcalde se le ocurra transformar el hostal, el templo o el rectorado en un recuerdo falso de la Bauhaus. El Obradoiro ilustra lo que fue en un principio, allá por los comienzos del segundo milenio, la ciudad como confluencia del comercio, la universidad y la iglesia. Ya que nos hemos cargado casi del todo el sentido de lo que fueron en su origen el mercado, la sabiduría y la fe bueno es que se conserven al menos sus palacios. Una vez entré yo solo en la catedral de Santiago cuando estaba ya vacía de turistas y de fieles, con el sol cayendo hacia la noche. Entre la penumbra y el silencio se abrían paso los últimos rayos de luz que filtraba el rosetón y las voces del coro ensayando el Dies irae. Creo que fue en ese instante cuando comprendí, estremecido, por qué las ciudades fueron quienes dieron paso a la virtud, ya casi perdida, a la que llamamos condición humana.

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