Diario de Mallorca

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Impresiones otoñales

Aeropuerto

Aeropuerto

Cualquiera que tenga la necesidad (iba a decir la desgracia) de viajar a menudo en avión habrá pasado miles de veces por dos aeropuertos al menos: el de salida y el de llegada. Serán muchos más porque raro resultaría que tuviese que hacer siempre el mismo trayecto. Pero por más que cada punto de embarque tenga sus peculiaridades todos han tendido con el paso del tiempo a confluir hacia un modelo compartido, con una especie de aire de familia que se resume diciendo que parecen eso que antes se llamaba un mercado persa.

Lo que en tiempos, medio siglo atrás, digamos, era una especie de vestíbulo gigantesco al que llegabas, hacías cola ante el mostrador, facturabas tu equipaje, te daban la tarjeta de embarque y luego, tras comprar el diario, ibas a tomarte un café mientras aguardabas a que llamasen para subir a bordo, tenía -más allá de lo necesario para llevar a cabo el ritual siempre idéntico- ciertas características que te dejaban muy claro que estabas en Palma, en Barcelona o, pongamos, en Tel Aviv. Digo yo que será cosa de la globalización pero ahora eso ya no sucede. Poco a poco los aeropuertos se han ido convirtiendo en un zoco agobiante que se complementa, no sé yo si a título festivo para animar al viajero, con unas medidas de seguridad ridículas que tanto te hacen quitarte los zapatos a la fuerza como te permiten que dejes el móvil en el bolsillo y todos los demás trastos electrónicos dentro de la cartera siempre que viajes, eso sí, en primera clase.

La transformación de las salas de embarque en trampas para sacarle el dinero al turista ha llevado, ya digo, a que todos los aeropuertos sigan el mismo esquema. Pero son los que dependen de Aena los que se han apuntado mejor a la operación de lifting siguiendo un modelo mimético. En los dos que más conozco, San Sant Joan y la T4 de Barajas, al pasajero le fuerzan a meterse por un laberinto de mostradores con perfumes, relojes y, sobre todo, botellas de vino y licor -tabaco hay que cada vez menos- teniendo que sufrir empujones propios del comienzo de la temporada de rebajas de unos grandes almacenes porque, a fuerza de meter estanterías y mesas, los pasillos son minúsculos. Da igual que no quieras comprar nada; has de hacer el viacrucis confiando en que no quieran colocarte una nueva tarjeta de crédito con qué sé yo cuántas innumerables ventajas. Todo eso en medio de una muchedumbre que acarrea maletines con ruedas, bolsas de mano y, dentro de poco, ya verán, hasta gallinas -como en los trenes de antes- porque con lo que tardan en entregarte el equipaje facturado, y añadiendo que las compañías de bajo coste quieren cobrarte por cada pieza, la gente va con la impedimenta a cuestas. Otra cosa es dónde podrá meterla al subirse al avión.

¿Mercado persa? No; eso iba de las óperas y las comedias de antes. Lo que tenemos ahora en el aeropuerto es la pesadilla de alguien que, partiendo de la claustrofobia, ve cómo aparece la sociopatía a marchas forzadas. Así que la cosa comienza por los terrenos del comercio y termina en el manicomio mismo, imagen nada metafórica que, de no resultar tan manida, serviría para ambientar una novela de viajes de los de hoy. Con la salvedad de que el manicomio de cualquiera de los aeropuertos del mundo, desde el de Chicago al de Amsterdam, es en realidad el de Babel con tanta abundancia y diversidad de gritos, pelambreras y ropajes.

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