Al hablar de cocina tradicional, no nos referimos a la docena escasa de platos tópicos, que tendemos a confundir con la totalidad: el frit, las sopas, el arròs brut, el tombet y algunos -pocos- más. Pero no es así, ya que la riqueza gastronómica -incluso cuantitativa- de nuestra cocina abarca centenares de recetas, muchas de las cuales, pese a sorprender a muchos extraños que las aprecian, están en vías de extinción. O desaparecidas, en medio de la general indiferencia y no menos general ignorancia de una cocina hecha al fuego lento de la sabiduría popular.
No hay un motivo único. Nos estamos alejando del producto de temporada y proximidad; o sea, del color y del sabor. A ello ha contribuido el acaparamiento de buena parte del mercado de la alimentación por parte de grandes superficies, inversamente proporcional a la decadencia y desaparición de las pequeñas botiguetes e incluso plazas de abastos, que acercaban productor y consumidor y que proporcionaban el acceso a un producto más natural, más sano y más sabroso; madurado al sol si de un vegetal se trataba. Conocíamos la procedencia de la carne, producida en campos y corrales, sin antibióticos ni piensos dudosos.
Pero todos esos argumentos no serían suficientes sin un claro desprecio e incluso ridiculización de nuestra cultura. ¿La coca mallorquina y la pizza italiana sirven para ilustrar esta realidad?
