Hace ya unos años, la cocina dejó de ser una esclavitud y una tarea fatigosa y rutinaria, debido a la incorporación de la mujer al mundo del trabajo „una larga conquista social„ así como a una vida llena de urgencias que tienden a propiciar la comida rápida. El hecho no debería tener una importancia capital, pero la tiene si atendemos a los aspectos social y nutricional y a los valores tradicionales de nuestra cocina (sana, buena, barata, de proximidad y de temporada).
Se puede comer rápido y muy bien, acudiendo a los valores seguros de nuestra cocina, sin olvidar los aportes nutritivos imprescindibles que precisa el organismo. En nuestra cultura, comer rápido y bien no implicó jamás un desbarajuste dietético, puesto que la sencillez y la rapidez no son antagónicas con una dieta desequilibrada; lo son más bien muchos de los fast food que proliferan, donde se suele abusar de alimentos fritos (patatas, aletas de pollo y subproductos del pollo) de dudosa procedencia y elaboración (cada vez menos dudosa y mejor documentada).
Mientras acudimos en masa a establecimientos de cocina rápida de procedencia incierta, ignoramos los platos sencillos de nuestras abuelas, mucho más saludables: el pamboli y el trempó podrían ser los paradigmas de una cocina rápida, sana y buena, compatibles, además, con elementos variados: pescados, conservas caseras, carnes o verduras.
