Candi -nombre ficticio para preservar la verdadera identidad de la víctima- apenas puede moverse. Su cuerpo es una sucesión de magulladuras, moratones, mechones arrancados, heridas y piel desgarrada. El dolor la atenaza. Por fuera y por dentro. El primero, se curará en unos días -es una chica fuerte-, pero el otro, la perseguirá de por vida. Es la joven de 25 años brutalmente violada y agredida por su jefe durante cuatro terroríficas horas en la madrugada del miércoles por el mero hecho de rechazar convertirse en su pareja sentimental.

La chica había conocido a su presunto agresor, de 59 años, el verano pasado, mientras trabajaba como camarera en un bar de un pueblo costero de Valencia, a la espera de encontrar un trabajo más acorde con sus estudios -acabó Derecho en un tiempo récord y con un expediente brillante, para luego formarse en un instituto privado como grafóloga y perito caligráfico-. Candi es una joven extrovertida y con don de gentes, lo que le hizo granjearse muchos amigos, entre ellos el ahora detenido. «Me pidió el teléfono y desde entonces hemos hablado alguna vez, pero nunca hubo ninguna intencionalidad sexual por su parte. Para nada. Era una relación de amistad normal y corriente. Ni siquiera el contacto era frecuente. Yo incluso le había dicho que soy lesbiana y le contaba quién me gustaba y esas cosas, porque había mucha confianza», relata.

Un buen trabajo

A finales del año pasado, le ofreció venirse a València -ella residía con su familia en una ciudad de fuera de la Comunitat Valenciana- para trabajar en su empresa -Levante-EMV omite incluso la actividad de la firma para evitar la identificación de la víctima a través de su agresor- y Candi aceptó. «Me venía bien, porque yo lo estaba pasando fatal. Mi abuela había fallecido hacía poco y estaba muy triste, porque tenía una relación muy especial con ella. Él me ofreció incluso vivir en su piso, así que acepté».

La chica llegó al piso el 1 de enero. Todo iba normal. La apuesta laboral funcionó a la perfección y Candi empezó a sumar nuevos clientes que procuraron cuatro contratos a la empresa. «Sólo en comisiones eran 25.000 euros, de los que a mí me correspondía un 5 por ciento. Mi jefe estaba muy contento y me dijo que nos íbamos de cena para celebrarlo. Todo fue totalmente normal». Regresaron a casa pasadas las tres de la madrugada.

Y de pronto, se desató la pesadilla. «Me dijo que me planteaba dos opciones: o bien me convertía en su pareja oficial, aunque no iba a obligarme a tener relaciones sexuales, respetando mi sexualidad y mis parejas, en cuyo caso me daría el dinero pactado; o bien rechazaba su propuesta, en cuyo caso me echaría de inmediato del piso y no me pagaría nada. Me quedé alucinada. No entendía nada. Incluso creí por un momento que estaba de broma». Enseguida descubrió que no.

La discusión que se generó entre ambos degeneró al poco en una brutal paliza de su jefe, que desplegó una ira salvaje. «Me pegaba patadas, puñetazos. Yo me encogía y él me agarraba, me levantaba por el aire y me estrellaba contra los muebles y contra el suelo. Me golpeaba la cabeza contra el suelo y me arrancaba mechones enteros. Luego consiguió ponerse encima de mí, me inmovilizó, me agarraba la barbilla para sujetarme la cabeza hacia arriba y me apretaba contra el suelo para mantenerme quieta. Yo intentaba defenderme. No podía, no podía... Me arañó la cara e intentaba arrancarme los ojos, ¡mis ojos!...». Su voz se quiebra. Brota el llanto, la rabia. Reúne fuerzas, se serena y continúa con su desgarrador relato.

Después de la lluvia de golpes, «se fue hacia el pasillo. Vi que se desnudaba. Cuando se giró, vi que tenía un micropene y entonces me gritó: '¿Ves como no te podía obligar a tener relaciones sexuales?'. Yo estaba dolida y dolorida, y me defendí insultándole».

La violación final

Su reacción no se hizo esperar. «Me levantó la cabeza. Yo intenté agarrarle del cuello, pero me volvió a coger, me levantó por el aire y me estampó contra el sofá». Cayó desmadejada y antes de poder levantarse, el hombre se abalanzó sobre ella, le arrancó la ropa y la violó «usando su mano, me humilló, me pegó, me maltrató, me arañó, me destrozó los genitales. Yo me mantuve firme, lloraba y lloraba, pero no me plegué». Después de un tiempo infinito en el que «pasé miedo, mucho miedo, sobre todo a perder el conocimiento, era mi mayor miedo porque pensaba que si lo hacía me mataría», él se detuvo. Se echó a llorar y «empezó a pedirme perdón».

Candi aprovechó el momento, se levantó, se vistió con su ropa hecha jirones y descalza, salió por la puerta de la casa. Eran ya más de las siete y media de la mañana.

Para entonces, ya había logrado llamar un par de veces a un amigo en los momentos en que su agresor, extenuado, dejaba de pegarle o violarla. En la segunda llamada, el chico fue testigo de los gritos, de los golpes y del silencio que siguió al momento en que el agresor le arrancó el móvil de las manos y lo destrozó estrellándolo contra el suelo. Eran las 6.40 horas.

El joven, que reside fuera de València, cogió su coche y fue al domicilio, en la avenida de Pío XII. Candi ya no cogía el teléfono. En cuanto llegó, a las 7.00 horas, avisó al 112 y pidió desesperadamente ayuda, pero no recordaba siquiera el número de la puerta.

«Cuando llegué al portal, vi a los policías, que me estaban buscando. 'Soy yo la chica'. Y, rompiendo a llorar, me abracé muy fuerte al primero que vi». Rota, fue llevada al hospital, donde los médicos corroboraron la brutal agresión. «Todos se portaron muy bien, menos el forense, que parecía que yo le daba asco. Al moverme debí rozarle sin querer y, pese a mi situación, me dijo con desprecio: '¡No me toques!'. No lo entiendo. Justo cuando más débil está una persona, ¿por qué hacen eso?».

El regreso a casa, horas después, ya sin su agresor en el domicilio y sólo para recoger sus cosas, no fue mejor: «Había tirado mi ropa y las cosas que yo más quería por la ventana. Había hecho las maletas para huir de la policía y dentro encontré mis tangas, mis sujetadores. Le había echado lejía y salfumán a lo que tenía en el tendedero y hasta me encontré dos camisetas mías dentro de la nevera. Y cosas que han desaparecido: una cazadora de cuero, mi altavoz y sobre todo, el dibujo que le había hecho a mi abuelita. ¿Dónde está el dibujo? ¿Qué le ha hecho?», vuelve a romperse sin consuelo.