Dice el escritor Carrère refiriéndose a un amigo "es de las personas para las que vivir no se da por sentado". Hay muchas otras a las que esas preguntas como ¿qué hago yo aquí? o ¿qué significa "yo"? no les afectan aunque quizá les hayan rozado alguna vez. "Fabrican o conducen coches, hacen el amor, charlan junto a la máquina de café, se irritan porque hay demasiados extranjeros, preparan sus vacaciones, se preocupan por sus hijos, quieren cambiar el mundo, tener éxito, cuando lo tienen temen perderlo, hacen la guerra, saben que van a morir pero lo piensan lo menos posible". Nadie puede decir que unas son más sabias que otras, que unas tienen una vida más plena o más feliz que las otras o que hacerse esas preguntas es constitutivo del ser humano. Algunas personas creen que la razón de su existir es la lucha, la yihad. Está inscrito en ellos la parábola de los talentos. Así era John Stuart Mill.

Mill era discípulo desde los 15 años del filósofo Benthan, para quien toda acción humana debería promover la mayor felicidad al mayor número de personas. Ese mismo principio lo defiende Russell cuando reflexiona sobre la ética y qué es el bien. Lo aplica a conflictos entre naciones en las que unas pueden perder algo para que otras ganen. Me pregunto si puede servir para pensar en el procés: cuánto bien obtienen los que lo obtienen, con la solución A, B o C, frente al mal que se produce en otros, o el bien que pierden. Ésta es precisamente la forma que en salud pública tenemos que pensar cuando planificamos y nos vemos abocados a elegir entre varios objetivos. Se han diseñado métodos en los que se cuantifica la cantidad de enfermedad, el mal que ella produce (puede haber enfermedades muy prevalentes pero leves), la capacidad de resolverlo, la opinión de los ciudadanos y el coste. Estas fórmulas sirven para obligarnos a pensar en esos términos, a valorar cada aspecto, aunque los números no reflejen la realidad.

La parábola de los talentos aconseja invertir los que se tienen. Pero cómo invertirlos: en uno mismo, en un esfuerzo de mejorar interiormente o, como propone Mill, conseguir que las condiciones de vida de los demás mejoren. Y en ese punto el filósofo se hace una pregunta, algo que los que aspiran a la vida eterna en un estado de máxima felicidad no se hacen: "¿La cuestión es si los reformadores de la sociedad tuvieran éxito y cada persona en la comunidad fuera libre y en un estado de comodidad física, no siendo ya necesaria la lucha y la privación para adquirir los placeres de la vida, dejarían de ser placeres?".

La sola idea de que se pudieran alcanzar todas las metas sumió al filósofo en un estado de letargia que duró varios años. Porque hay algo atractivo en la imperfección de los seres humanos y de sus obras. Lo han explotado los artistas en el siglo XX, muestran fragilidad y eso emociona. La perfección es fría, impenetrable: impone.

Cuando se buscan respuestas a esas preguntas "esenciales" se suele acudir a los clásicos. Mill los conocía bien pero no fue en Aristóteles o Buda donde encontró la salida a su estado de perplejidad y abandono. Ocurrió, según cuenta, cuando la poesía lo afectó: "Los poemas de Wordsworth fueron una medicina para mi estado de ánimo no sólo porque expresaran la belleza exterior, sobre todo por cómo esa belleza excitaba estados emocionales y cómo ellos coloreaban mis pensamientos". Se da cuenta entonces de la importancia del cultivo de los sentimientos "que no tienen conexión con la lucha o la imperfección".

Había una frase en el verano de 1968 en la California hippie que decía: me gusta el proceso pero no el producto. Conozco personas que ante la posibilidad de que su proyecto largamente acariciado alcance su fin desarrollan enfermedades psicosomáticas. Es como si más allá estuviera el abismo, el fin de la razón o excusa para vivir. Mill cayó en estado de depresión cuando se imaginó que se pudiera alcanzar un mundo perfecto y aburrido. Hasta que se dio cuenta, a través de la poesía, que todos tenemos la capacidad de disfrutar de la contemplación reposada del mundo. Lo pensé cuando de paseo por el monte con Díaz Formetí nos enseñaba las plantas de apariencia humilde y nos describía su vida, cómo su forma de ser y estar se ajustaban a las condiciones del entorno para sobrevivir y así descubríamos en lo insignificante maravillas que nos emocionaban.

Mill descubrió la importancia de cultivar sentimientos y emociones y de esa forma nos muestra que no hay una contradicción entre la contemplación y la acción. Coincide con la definición de salud que más me gusta: la persona que es solidaria autónoma€ y feliz. La solidaridad, que exige cambiar el mundo, no puede existir de pleno sin autonomía, que exige un desarrollo interior.