La patria mediática define a un personaje con mayor fuerza que la geográfica. La magia de la duquesa de Alba consiste en ubicarse más cerca de la Pantoja o de Curro Romero que del Rey, a quien aventaja en títulos. Ha sido la aristócrata del pueblo, la Gran Hermana que ofrecía generosa carnaza a la prensa del corazón que los varones devoramos a escondidas. Ha ejercido un magisterio inigualable en el escurridizo terreno de las artes de la comunicación, la personalidad es una forma de peinarse. Nunca tenía nada que decir, pero siempre lo decía con la expresión adecuada. Es la maestra indeclinable de Isabel Preysler, Carmen Martínez Bordiu y Naty Abascal, alumnas aventajadas de la fama vacía de contenidos.

Al casarse con un Díez de toda la vida, la duquesa renovó sus votos populistas. Por no hablar del espíritu continuista de su nupcialidad, dados los vínculos de su actual viudo con el inolvidable Jesús de Aguirre, retratado en el libro prohibido de Gregorio Morán. La desaparición de la duquesa de Alba concede por desgracia protagonismo a su prole. La reunión del clan obliga a admirarse otra vez del milagro de que una madre supere habitualmente en inteligencia a la suma de sus retoños. De hecho, nadie que conociera a uno de los vástagos sentiría el menor interés por entrar en contacto con su progenitora. Su mediocridad colectiva garantiza una pronta y feliz extinción de la aristocracia, tarea en la que ya se afanó su madre.

La centelleante duquesa de Alba ha sido más corrosiva para su gremio que Podemos. Su título referencial rima con la duquesa de Palma, que enreda mucho más y a la que tampoco se recuerda un solo pronunciamiento de interés. A partir de un estudiado desaliño en la indumentaria, Cayetana coronó la lista de las mujeres más elegantes del planeta. En Eivissa labró un eclecticismo desacomplejado, que curiosamente simbolizaba a España con mayor fortuna que cualquier perorata política sobre pluralidad. Si pretendías saber algo de España, debías deglutir las fotos completas de la Alba. No fue una mujer, sino un tratado de sociología. Los surcos de su rostro definen el mapa más fiel de su país. Por lo menos, hasta el día en que se estrenó Ocho apellidos vascos.