Cuando Camilo José Cela y su amigo y traductor al inglés, el poeta Anthony Kerrigan, decidieron por aproximación topográfica y vistas, que la casa donde vivían los Kerrigan en El Terreno, era la misma casa donde habían vivido Gertrude Stein y Alice B. Toklass, ambos estaban tejiendo un fragmento de la mitología palmesana. Pero Palma es una ciudad mediterránea y toda ciudad mediterránea tiene su Penélope, la que desteje por la noche lo que durante el día ha ido tejiendo. Penélope es uno de esos espíritus del lugar, que no mutan y siempre permanece. Y nuestra Penélope, sin prescindir de Madame Stein, decidió que ´Mirabel´ -el nombre de la casa de Dos de Mayo- iba a ser para siempre la casa de Elaine Kerrigan, la bella Elaine, como la llamábamos unos pocos y la mujer de la que el poeta Carlos Barral -entonces recién casado- se enamoró súbitamente en las Conversaciones de Formentor. De Gertrude Stein a Elaine Kerrigan, no creo que nadie pueda ofrecer más.

De Elaine Kerrigan -de soltera Gurevitch- destacaban, sobre todo, su belleza y su inteligencia. La recuerdo sentada en la terraza del Bar Formentor, cuando yo era un adolescente, con vestidos camiseros blancos o floreados, los labios pintados de rojo, fumando, el pelo largo y recogido, la mirada entre aquilina y gatuna, y una profunda elegancia -profunda por antigua y misteriosa- en sus gestos. La recuerdo rodeada de hombres -algunos de ellos de presencia muy potente- y sin embargo la figura totémica, cuando ella estaba, era ella, ningún otro lo era. Desde entonces Elaine se convirtió para mí en personaje y memoria de la ciudad -de esa ciudad de los 60, frecuentada por escritores y artistas extranjeros- y a esa memoria acudimos Jordá y yo, hace muchos años, en una tarde que recuerdo memorable. La casa, efectivamente, era su casa, era ella y era, también, sus recuerdos: la casa de Elaine. Como anfitriona y conversadora siempre fue impecable. Con algo indefinible detrás, no sabría si decir de estirpe oriental.

Elaine Kerrigan vivió sola durante muchos años. Nunca dejó de trabajar como traductora: Cortázar, Ana María Matute, Carlos Franqui, Picasso o Borges, por lo que respecta al mundo hispano. Acogió en su casa a los amigos de sus hijos, a sus novios y sus novias, celebró su música, su arte y su compañía, para todos tuvo una palabra amable y a todos retrató con una sola mirada, esa mirada a la que nada escapaba, a la que nada escapó incluso cuando estuvo tan enferma que perdió el habla. Los que sabíamos de la bella Elaine, también sabíamos que un ictus no acabaría con ella, sino que sería al revés. Recuperó primero el inglés y el caminar -nos encontrábamos a menudo a muy primera hora por Palma los días laborables y los fines de semana por el bosque de Bellver- y poco a poco, lo demás, humor incluido. La belleza, no la perdió nunca. Su manera de mirar -y de admirar la vida- tampoco. Entonces hablábamos lo justo, tomándonos de ambos brazos, satisfechos, como para disimular el percance intruso, que no tenía cabida en su manera de vivir, ni en la mía de contemplarla a ella.

Elaine Kerrigan encarnaba la mejor memoria de su barrio, escrita desde la visión del expatriado. Verla a ella por las estrechas calles y cuestas del Terreno, era ver lo que fue el esplendor del barrio, apagándose -al revés que Elaine- a partir de los primeros ochenta y con su cénit en la Gomila de los 60/70, donde ella fue todo lo que quiso ser y lo que no fue, simplemente no quiso serlo. Quien conoció aquello, lo sabe. Pero ser la memoria de lo vivido es reducirla. Elaine Kerrigan embelleció lo que tocaba y embelleció los lugares y personas donde estuvo. Así era y así fue una de las mujeres, repito, más guapas e inteligentes que hayan vivido en Palma y nosotros -de la manera que fuera y nos dejaba- en ella. En ´Mirabel´ hay desde hace muy pocos años una placa que recuerda la estancia de Gertrude Stein en Palma. Cuando ninguno de los que la conocimos esté aquí, habrá otra placa, estoy seguro, que recuerde la larga y generosa estancia de Elaine Kerrigan entre nosotros.