En 2012 perdió la cultura a dos grandes compositores, el alemán Hans Werner Henze y el estadounidense Elliot Carter. El segundo, con 103 años de edad, seguía siendo vanguardista no solo para el gusto conservador de su país sino en todo el ámbito de la música contemporánea, donde consolidó su fama el reconocimiento de Pierre Boulez, dictador durante décadas del lenguaje de la modernidad. Lo más representativo del compromiso innovador de Carter es de índole camerística. Muy poco estimado por la dogmática bouleziana, fue Henze uno de los grandes sinfonistas y operistas del siglo XX. Como comunista militante no gozó al principio del favor del gran público, aunque sí del fervor de las minorías instruidas. Su declarada homosexualidad duplicó una imagen de diferencia trascendida en obra. De los muchos artistas europeos de primera categoría que saludaron el castrismo con esperanza, fue el único que quiso vivir en Cuba durante la concepción y escritura de Cimarrón, una de sus óperas más populares.

El mundo de la cultura no glosó la muerte de estos maestros revisitando su obra con generosidad proporcionada a lo que significan. Curiosamente, tampoco fue muy notoria, al menos en España, la conmemoración de los 150 años del nacimiento del mucho más popular Debussy. La crisis económica, que para algunos es de civilización, también se manifiesta en estas dejaciones, impensables no ha mucho tiempo,

Por fortuna, el bicentenario de dos genios planetariamente adorados, Wagner y Verdi, anuncia un 2013 bajo su advocación. Salvo en los núcleos más abiertos y desprejuiciados de la melomanía mundial, los wagnerianos incondicionales siguen siendo diferentes de los verdianos, y sorprende un poco esa relativa estanqueidad en la cultura de masas. La pasión verdiana del área germánica no tiene respuesta en el wagnerismo de la latina, donde tan solo La Scala es excepción a la regla italianista, tanto con Barenboim, actual patrono, como en etapas anteriores comandadas por Abbado o Muti. El teatro milanés ostenta por derecho propio la "extraterritorialidad" universalista de los grandes coliseos del primer circuito.

Tal vez no debiera de ser así, pero los aniversarios vienen sirviendo para reinsertar en los programas culturales de los países de gran actividad musical y cultural -como es el caso de España- la dimensión actualizada de los inmortales. Verdi siempre ha sido un operista venerado en España, y lo que, de veinte años a hoy, viene ocurriendo con Wagner, le describe ya como un fenómeno paralelo más allá de la leal tradición barcelonesa. Nacidos el mismo año, son la cima de dos maneras trascendentales de hacer ópera. Ambos alternan temas y tratamientos épicos y líricos con insuperable fuerza musical y damática. En Verdi predominan los elementos psicológicos de la música, y en Wagner los filosóficos, pero representan en paridad un punto cenital de nuestra civilización que conviene frecuentar en su bicentenario como contrapunto de la desilusión y el escepticismo sobrevenidos con fenómenos menos nobles.