La ciencia, en ocasiones, parece magia. En particular cuando es capaz de crear en el laboratorio cosas que se supone que no pueden existir y que, de hecho, nadie ha observado. El premio Nobel de Química de este año ha recaído en la persona del científico israelí Daniel Shechtman, descubridor de unos materiales, los cuasicristales, que transgreden las leyes dadas por universales de la repetición de los mismos patrones como mundo geométrico necesario para los átomos de los cristales, un mundo que rige en todos los casos conocidos. En los conocidos antes de que Shechtman diese con esos "mosaicos fascinantes del mundo árabe reproducidos al nivel de los átomos" –por usar las palabras del propio galardonado–, dando paso a una pauta que no se repite jamás.

Oí el episodio de la concesión del premio por la radio y me hizo pensar el comentario de un catedrático de Química del CSIC a quien pidieron en la emisora que explicase en qué consisten los cuasicristales. El locutor se empeñó en que dijese para qué servían, coincidiendo por completo con las autoridades ministeriales (famosas ya por su desprecio hacia las ciencias básicas, es decir, las no aplicadas). El profesor se las vio y se las deseó en la tarea de romper una lanza en favor de esa investigación en apariencia inútil que sirve para que entendamos mejor el universo. Al final, claudicó y pasó lista a una serie de artilugios que utilizan o utilizarán para sus fines prácticos los cuasicristales. En mi opinión, eso equivale a congratularse con Newton por lo bien que funcionan las balanzas del supermercado o la bicicleta. La belleza absoluta del hallazgo de Daniel Shechtman consiste en la introducción del azar y el misterio de la simetría pentagonal, que cambia según se mire, como componente de lo que antes creíamos condenado a seguir una pauta fija al margen de la perspectiva que adopte el observador. Dejando de lado que la metáfora de los mosaicos árabes me parece poco adecuada porque, en mi opinión, a lo que corresponden mejor esos patrones artísticos es a los cristales de siempre, los sujetos al orden geométrico inalterable, Shechtman ha acercado una vez más la ciencia a la poesía. La revista Science publicaba hace tiempo una sección en la que arte y ciencia se daban la mano. Los cuasicristales podrían haber ocupado lugar de privilegio en esa belleza artística sin creador.

Pero hay un aspecto más a reseñar en la carrera del recién galardonado. Una amiga mía, Jacqueline Tobiass, me ha enviado la noticia de que a Shechtman le echaron de su grupo de investigación por sostener que los cuasicristales existían de la manera que resulta que existen. La historia me suena. Y me complace, porque me cuesta muy poco imaginar lo que sus colegas deben pensar ahora mismo, mientras el mundo entero celebra el reconocimiento al hallazgo de Shechtman, sobre la conveniencia de poner en la calle a quien resulta que acaba por recibir el Premio Nobel.