George Grosz (1893-1959), el hombre que pintó la miseria para que la horrible realidad no se volviese invisible en la memoria, murió en Berlín tras caer borracho por unas escaleras y el óbito cogió por sorpresa a quienes pensaban que hacía tiempo que había dejado de pertenecer a este mundo.

Acababa de regresar a Alemania y vivía refugiado en el olvido lo mismo que su obra, que ya no interesaba porque, en su última etapa artística americana, estaba despojada del fulgor que la acompañó en los mejores tiempos de la República de Weimar, y la inspiración le había abandonado casi al mismo tiempo que la amargura. La felicidad tiene a veces efectos nocivos sobre el talento.

Sin desgarro, Grosz ya no era el mismo y el nuevo mundo que lo rodeaba se había olvidado de su prestigio pasado, si es que alguna vez lo tuvo en cuenta. Nadie quería comprar sus dibujos y las revistas –Esquire, Vanity Fair, New Yorker– que en un primer momento, tras la llegada a Nueva York escapando de la Alemania nazi, publicaron sus ilustraciones le devolvían los trabajos con alguna que otra excusa para no caer en la descortesía. Otras veces ni eso, simplemente a vuelta de correo.

Sus últimos pasos en la tierra eran los de un ser vencido. En sus memorias, que primero publicó Mario Muchnik y ahora recupera la editorial Capitán Swing (Un pequeño sí y un gran no), el gran pintor expresionista que más tarde capitanearía la llamada ´Nueva Objetividad´, tras haber evolucionado hacia el dadaísmo, escribe con nostalgia y algo de decepción: "Yo estaba lleno de luz, de color y de júbilo".

El júbilo merece una explicación. Primero, en su etapa juvenil, había destacado como un caricaturista mordaz e hiriente de la sociedad. Después pasó a convertirse en un monumental poeta sarcástico, un auténtico látigo de las conciencias de su tiempo. Dibujaba con furia y coloreaba con la intensidad de quienes persiguen la luz capaz de iluminar las tinieblas en un momento convulso. Mientras que de Otto Dix, compañero de camada, se dice que provocaba de manera inopinada efectos políticos con sus cuadros, Grosz utilizaba ex profeso la pintura para expresar de manera feroz sus inquietudes sociales.

El suyo, en aquella Alemania de Weimar, fue un tiempo difícil en el que la normalidad se basaba en la quietud de un volcán que puede entrar en erupción en cualquier momento. Pero, mientras tanto, Berlín era un espejo donde se miraban no pocos ilustrados: un escaparate de ideas, hasta que los bárbaros se hicieron cargo.

Grosz, que había servido en la infantería durante la I Guerra Mundial y militado también en el KPD (Partido Comunista), enseguida fue identificado por aquella horda como "el bolchevique cultural número uno". Finalmente, tendría que exiliarse por culpa de su combativa obra. La Neue Sachilichkeit (Nueva Objetividad), estrenada en 1925 en Manheim, se apoyaba en la realidad objetiva. Para muchos de los artistas que pasaron a engrosar las filas del movimiento, se trataba de una manifestación de denuncia de la dramática situación de esos años. Arte y política. Lo uno no podía prescindir de lo otro. El escritor y periodista soviético Illia Ehrenburg escribió entonces que era como si unos hombres, en vez de elegir las bombas y las pistolas, hubiesen decidido combatir con los pinceles y sus tubos de colores.

Los artistas vinculados a la ´Nueva Objetividad´, Grosz y Dix, entre ellos, utilizaban en beneficio propio las posibilidades que les brindaban los movimientos de vanguardia. Era el arte de los radicales alemanes más cercanos a las ideas de la Rusia revolucionaria. Todos ellos querían romper con la anterior época guillermina –el imperialismo ya había dejado paso a la Alemania de Weimar– y despertar conciencias. Para ello utilizaban la figura protagonista del mundo caótico en que vivían: políticos, soldados, banqueros corruptos, prostitutas, el clero y un fuerte componente antimilitarista. El objetivo era desenmascarar a la sociedad por medio de una pintura tan alegórica como devastadora. No dudaron en inspirarse en el apocalipsis y la grosería.

El nazismo acabaría considerando a Grosz un "artista degenerado", igual que también hizo con Max Beckmann, Bertolt Brecht, el compositor Kurt Weill y otros grandes representantes de la cultura de su tiempo. Cuando se embarcó para Nueva York, aquel hombre, que utilizaba la luz para intentar iluminar las conciencias de una Alemania que se derrumbaba y los pinceles como estiletes, dejó tras de sí un país que ya había capitulado ante la brutalidad de Hitler y sus secuaces. Pero su espíritu combativo no le permitió entonces pensar en otra cosa que el lugar adonde iba era la metrópoli de los rascacielos, del jazz y de los grandes automóviles, aunque no exactamente la de sus cuadros incendiados de rojo más famosos.

Aquello que vio ante sí le gustó hasta tal punto que se volvió un tipo confiado. Ya no vivía en "la filial del infierno en la tierra", que diría el gran Joseph Roth, sino en la capital de la modernidad y de las oportunidades. Sin embargo, después de una primera etapa de aclimatación, Grosz se volvería tan relajado en el exilio como su arte. Lo que le rodeaba le importaba de modo bien distinto a lo que le obsesionaba en aquel Berlín apocalíptico.

Para él todo había funcionado un poco al revés: el ascenso se había producido en tiempos duros y la caída durante el transcurso de felicidad a que todo el mundo tiene derecho en esta vida. Digamos que se conformó con la nueva situación y se vino abajo.