Cuando me daban las notas en el colegio y llegaba a casa con ellas, sabía que me esperaba el último examen. Mi padre me hacía sentar frente a él –me estaba preparando para la vida- en la mesa de comedor para pasar mi última prueba, para mí la más importante. Abría aquel boletín plastificado y contabilizaba cuántos sobresalientes había y por qué en algunas asignaturas sólo constaba un notable. Pedía explicaciones. No recuerdo qué le contestaba, cómo me autojustificaba, pero sé que sólo perseguía su aprobación. La aprobación de mi padre. Yo quería ser perfecta. A sus ojos. No a los míos.

Evoco esta dulce estampa familiar tras visionar la película Cisne Negro, que esta noche se la juega en los Oscar, una historia de una bailarina cuyo exceso de exigencia desemboca en catástrofe. Una cuestión marginal en este momento eclipsada por su reverso: la falta de esfuerzo y disciplina en las generaciones más jóvenes, algo mucho más común que la obsesión por la perfección, un tema olvidado que también debería ser abordado en los colegios y en sus planes de estudios. De algún modo se nos debería preparar para no querer ser perfectos. Y nos tendrían que capacitar para ser felices con un simpático notable. ¿O no? El escaqueo y la ley del mínimo esfuerzo entre los adolescentes son tópicos que han sido llevados al cine hasta la saciedad (me acuerdo de Michelle Pfeiffer en Mentes peligrosas) y sobre los que leemos diariamente artículos. Sobre el exceso de esfuerzo hay un silencio social y cultural aterrador, y pienso que sus resultados pueden ser aún peores que los padecidos por quienes no conocen la disciplina. Algo que refleja muy bien el filme de Aronofsky, quien consigue a golpe de excesos un discurso perfecto sobre la dedicación suicida al trabajo, algo que ya hizo en El luchador. Son dos películas éticamente parecidas y cuyas semejanzas se extienden a los físicos de los actores, al menos eso es lo que ha detectado algún internauta, que ha colgado en Facebook sendas fotografías de Mickey Rourke (el boxeador Randy) y Bárbara Hershey (madre de Nina). Clavaditos. El guión de Cisne negro, que no es del director, es un acierto de tres plumas que han esquilmado los diálogos dejándolos en la mínima expresión. Aquí nadie habla del problema que tiene Nina. Ni falta que hace. Aronofsky sabe que el espectador elaborará un discurso psicológico al salir del cine para verbalizar lo que le ha pasado a la bailarina. El director se ahorra darnos la brasa que luego gustosamente nos dará el compañero o compañera.

Tras un segundo visionado, me he imaginado a la madre de Nina mirándole las notas del colegio. Exigiéndole más. La bailarina está dispuesta a entregar su vida a una causa estúpida siempre que sea propia. O al menos se cree que la suya lo es, piensa que sólo sale de sí misma. Cuando en realidad su progenitora la ha devorado. ¿Quién desea más que Nina ser la reina cisne? Su madre. Nina busca también en la película la aprobación de ella, como muchos hemos hecho de pequeños. Nina quiere ser perfecta, agradar a todos, y por eso acaba como acaba. Está bien guardar en el recuerdo a unos padres exigentes que nos vigilaban los resultados académicos. Pero no hay que querer ser perfectos. Nunca. Porque eso nos hace débiles.