El abuelo de Saramago se abrazó a sus árboles antes de morir, despidiéndose individualmente de ellos. Su nieto habrá estrujado cada uno de sus libros antes de la partida, orgulloso de haber sido uno de los últimos escritores famosos o celebridades alfabetizadas que se permite el planeta. Suscitó además el reconocimiento global en el último tercio de su existencia, sin el pretexto de la juventud ni la coraza de la madurez. Correspondió a sus seguidores –más allá de meros lectores– entregándose a la vida a ciegas. Nada humano le era ajeno, porque se atribuía otra dimensión.

No todo escritor merece un ego. Saramago muere sin Dios, no lo había a su altura. Soy un pésimo lector de sus novelas adoctrinadoras, pero un fanático de sus diarios encuadernados en Lanzarote, de sus pronunciamientos públicos. No leo para estar de acuerdo, y el escritor antiportugués amaestró la discordia. El mundo está tan dislocado que un dardo lanzado en cualquier dirección alcanzará una diana merecedora del puyazo. En la prosa sin complejos del escritor cotidiano late el anhelo de Nobel, la obsesión por la proyección de su figura, la cortesía como cortedad de miras, las ganas de pelea como combustible, el espíritu de contradicción a diestro y siniestro.

Una persona difícil, desconcertada al entrevistarse con Aminatu Haidar y comprender la dificultad creciente de deslindar las causas nobles. Nació a un mundo binario, pero su libro por internet demuestra que entendió el idioma blog. Muere cuando sus disidentes estábamos a punto de hallarle la asíntota. Un intelectual menos, irreemplazable porque ya no se usan. Aprovechó el altavoz de los grandes hombres cuando les suceden cosas menudas. Su condición tardía remuerde a quienes piensan que se les pasó la hora. Siempre hay tiempo para empezar otra vida. Saramago nunca la vivió como si fuera a acabarla.