Un siglo y tres años más añadidos como a título de estrambote es tiempo suficiente para que uno tenga derecho a desaparecer sin más. Pero, tratándose de un autor de la talla de Francisco Ayala, no resulta fácil realizar el mutis definitivo. Seguirá presente entre nosotros, esperemos que por muchas décadas, tanto a través de sus libros como, claro es, en el recuerdo de alguien que lo fue todo en las letras españolas.

Mis recuerdos personales de Francisco Ayala son, como en otros muchos casos, fruto de la amistad que tuvo con mis padres. Amistad larga, de las que no sufren apenas ni con la ausencia ni con el silencio, y estrecha, como no podía ser menos con tantas claves compartidas. De la mano de mi familia estuve en Nueva York en la casa de Francisco cuando Franco aún vivía y era necesario salir de España en busca de casi cualquiera que mereciese la pena. Si mi memoria no me falla, cosa que no creo que suceda tratándose de una visita de tanta enjundia, fue en 1970. Tenía Francisco entonces la misma edad que tengo yo ahora pero no la aparentaba en absoluto. Fue siempre, en el mejor de los sentidos, un niño prendido de la vigorizante curiosidad por el mundo de fuera.

No volví a ver a Ayala hasta mucho, muchísimo más tarde; cuando, hará un par de años, la Fundación Gabarrón le concedió su premio a la trayectoria literaria. En el escenario del teatro de Valladolid en el que se entrega el galardón me acerqué a don Francisco y le hablé de la visita aquella, cuatro décadas atrás, a su casa. No se acordaba pero hizo como que sí. Además de un escritor excepcional, Francisco Ayala fue siempre un caballero. Nada de lo que digamos ahora va a añadir ni un ápice de dignidad y mérito a lo que él supo acumular durante un siglo y tres años más de vida fecunda.