Caterina Seguí Capellà, Menga, es una mujer que desborda simpatía y derrocha don de gentes. Es la telefonista del ayuntamiento de Inca. Ayer cumplió 65 años, pero no quiere jubilarse.

­–¿A qué edad comenzó a trabajar como telefonista municipal?

–Fue el día tres de marzo de 1966. Tenía 19 años y fui la segunda mujer que contrató el consistorio de Inca. Entonces era alcalde Alfonso Reina.

–¿Siempre ha sido telefonista?

–Menos unos meses. Yo trabajé en el primer supermercado que se instaló en Inca; se llamaba Sumasa. Acababa de obtener el título de Contabilidad y el abogado Andreu París le dijo a mi padre que buscaban oficinistas para un establecimiento que iba a abrir. Me presenté a las pruebas y me contrataron. Recuerdo que la gente comentaba que era una tienda muy grande donde nadie despachaba y cada cual tomaba lo que necesitaba. Eso era una novedad entonces. No se conocían los supermercados.

–¿Lo tenían difícil entonces las funcionarias?

–En general la sociedad de entonces tenía un rol muy encorsetado para la mujer. Yo recuerdo que el primer año el Ayuntamiento invitó a los funcionarios a una comida en un restaurante de sa Calobra y el alcalde nos dijo a mí y a la otra chica (Catalina Pardo) que podía acompañarnos nuestro padre. No es que lo invitara, nos estaba diciendo que para ir tenía que ser con nuestro padre. Así eran las cosas entonces. Una chica no iba sola a reuniones.

–Habrá vivido usted mil y una historias.

–Son tantas que necesitaría un libro para contarlas. Fíjese usted que yo era la encargada de recibir las llamadas de la Policía, de los bomberos, de las ambulancias. Yo era el 112 de aquellos tiempos. Cualquier cosa que pasaba llamaban al Ayuntamiento y yo rápidamente comunicaba con quien hiciera falta. Me enteraba antes que los diarios de entonces (risas).

–¿Recuerda algún acontecimiento especial?

–El día en que murió Franco. A las cinco de la mañana vino a casa un guardia, un tal Martín, para avisarme de que fuera inmediatamente al Ayuntamiento a coordinar las llamadas. Ese día pasé miedo. Todos comentaban sobre si habría alborotos. Temíamos que estallara otra guerra. Teníamos una línea de emergencia con el Gobierno Civil y yo estaba allí para que no fallara. Recuerdo que vinieron varios guardias a la centralita. Traían tela negra para ponerse un brazalete de duelo. Yo se los cosí mientras estábamos esperando acontecimientos. Como era la única mujer que había en la casa consistorial recurrieron a mí para el tema de aguja e hilo, los pobres.

–¿Y alguno agradable?

–Mire, un día llegaron dos militares que querían hablar con el alcalde, que era Antoni Pons. Yo entré en el despacho y le dije: "Don Antonio, aquí hay un coronel que quiere verle". Me dijo que lo hiciera pasar. Entró, hablaron y al salir me dijo riendo: "Gracias por el ascenso señora, pero no soy coronel, sólo capitán".

–¿Cuántos alcaldes ha conocido?

–Seis y uno falleció; recuerdo que operaron a Antoni Pons, le tuvieron que amputar una pierna, y dejó a Antoni Socias durante unos meses como alcalde accidental. El pobre Socias murió siendo alcalde y tuvo que asumir la alcaldía Joana Maria Coll. Aunque fuera de forma accidental, se convirtió en la primera alcaldesa que ha tenido Inca. Incluso presidió el cortejo fúnebre.

–¿Cuál ha sido el más simpático?

–Simpáticos todos; ahora si se refiere a chistoso, sin lugar a dudas, Antoni Pons. Siempre estaba con el chascarrillo en la boca. Y tenía una manía con las banderas. Odiaba que se liaran; siempre que veía una bandera del balcón liada al palo, ya estaba yo con la escoba a desenredarla.

–¿Y no se va a jubilar?

–No, de momento no. Soy viuda, sin nietos y me encanta mi trabajo. ¿Dónde estaré mejor?