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El alma de los árboles

El alma de los árboles

Acabo de leer una teoría fascinante. Habla de la timidez de los árboles. Al parecer, algunos científicos se han percatado que los grandes árboles, por más cerca que estén, procuran no entremezclar sus ramas. Las mantienen aisladas. Por eso se filtran los rayos de luz entre ellas.

De ese fenómeno suponen que los árboles, como seres vivos que son, tienen también sus particularidades. Y que mostrarían una especie de vergonzoso reparo a la promiscuidad con sus congéneres. Manteniéndose discretamente alejados. Con una elegante postura de autocontención y conocimiento.

Desde hace años tengo gran reverencia por los árboles. Siempre me han parecido unos grandes sintetizadores cósmicos. Extraen las energías más subterráneas, las procesan y las liberan después hacia el cielo. No hay un símbolo mejor del trabajo espiritual.

De hecho, las encinas fueron en la antigüedad semidioses. Los autores clásicos cuentan que los iberos realizaban ceremonias en las noches de plenilunio, bajo las plateadas hojas de los encinares. Y de los cultos a los árboles nació la palabra "lucus" o bosque sagrado. De la cual los historiadores derivan topónimos como Lluc, Llucmajor o Llucalcari.

Encinas, olivos, pinos copudos, olmos. El hombre ha sido tradicionalmente muy injusto con ellos. Han servido para construir, calentar la casa, fabricar muebles y utensilios... Como si se tratase de seres inanimados.

¿Pueden tener sentimientos los árboles? ¿Ser tímidos? ¿Tienen alma?

A veces, en esas noches frías en que el viento los agita y los hace gemir, los sientes más vivos que nunca. Parecen hablar entre sí. Quejarse. Susurrar. Como si se contasen unos a otros historias legendarias.

Por un mero protocolo de prudencia espiritual, deberíamos respetarlos. Al fin y al cabo, no somos tan superiores a ellos.

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