A mi padre no le gustaban las hamburguesas, solía decir que no resistían la comparación con un bocadillo de sobrasada y una cervecita bien fría en la Granja Mallorquina, en la Vía Sindicato. Recuerdo aquel lugar como una concurridísima cueva de Alí Babá. Los camareros iban y venían con sus bandejas, los clientes abarrotaban el local y, en la barra, conversaban los amigos de mi padre, entre los que recuerdo al actor Xesc Forteza, que a mí me daba miedo. Cerca de la entrada, invariablemente, se apostaba un señor que con una voz extrañamente impostada gritaba "¡Para hooooooooy!" mientras mostraba en su pecho unos décimos de lotería.

Sin embargo, en los últimos cincuenta años, los bocadillos de sobrasada han resistido apenas en el Bosch y en los bares de barrio, mientras que las gastronomías de medio mundo se han colado en nuestros restaurantes, nuestras cocinas y nuestras vidas. Los primeros extranjeros que invadieron los estómagos de los palmesanos fueron los norteamericanos: las hamburguesas y las patatas fritas con Ketchup se incorporaron a nuestra dieta gracias a unos cuantos locales, siendo el más veterano de ellos el Kiosko Alaska, que llegó a la Plaza del Mercat como bar en 1936.

Un perrito caliente en El Perro Loco, ahora en la calle Port de Cariño, era el merecido premio de los niños que acudían a sus clases de catequesis en la iglesia de Sant Sebastià. Otra parada obligada para cualquier palmesano amante de las hamburguesas caseras era El Perro Lechero, en la calle Francisco Sancho.

Pero el local más extraño de todos era el Charly, en el arranque de la calle que, desde Joan Miró, sube a La Bonanova, Francesc Vidal i Sureda. Mi padre me contaba que, en su juventud, el tranvía ascendía penosamente por esa cuesta y que los muchachos, para burlarse del conductor, se bajaban del tranvía en marcha y fingían empujarlo.

Hoy, el Charly sigue cocinando sus hamburguesas en la calle Murillo, pero durante lustros las sirvió a pie de calle, en un par de mesas de plástico encajadas en la pronunciada curva de aquel tramo de Joan Miró. El Charly atraía a todo tipo de público, pero sus clientes más fieles eran los taxistas, que dejaban los vehículos de cualquier manera en tiempos en los que el control del tráfico (y de cualquier aspecto de la vida en la ciudad) era más laxo. Cruzando la calle, por cierto, estaba La Farmacia, donde podías zamparte un sándwich de tres pisos bajo los últimos pinos de El Terreno.