Las generaciones nacidas en los sesenta y setenta fuimos víctimas de un engaño monumental: mirándonos en las películas y teleseries norteamericanas creímos que la universidad era una fiesta interminable donde lo de menos era estudiar. Un musical. Estábamos convencidos de que en el Campus pasaban muchas cosas, a saber: te sentabas en corros en primavera para escuchar música y mirar a los chicos guapos, jugabas al béisbol en verano (¿?) y paseabas abrazada al penúltimo novio cuando la nieve cubría el césped.

Creímos que la universidad era UCLA o Harvard, así que el tortazo fue de aúpa. Para empezar, éramos unos jóvenes desinformadísimos aun cuando estudiábamos el Curso de Orientación Universitaria (COU) en el que la única orientación que recibías era la que te permitía elegir si te morías de asco con el latín y el griego o con la física y la química. A medida que avanzaba el curso, las conversaciones en el patio se encaminaban cada vez con más frecuencia a buscar una respuesta a la temida pregunta: "¿Qué vas a estudiar?"

No teníamos ni idea de dónde nos metíamos; nos matriculábamos en Derecho, en Empresariales, en Psicología o en Periodismo porque habíamos oído campanas o por seguir yendo a clase con la mejor amiga. "Me han dicho que en primero de Derecho hay doscientos matriculados, la gente tiene que tomar apuntes de pie o sentada en el suelo". Eso nos hacía gracia, nos parecía "muy universitario".

Por lo demás, nada fue como esperábamos: no había fiestas en el campus cada fin de semana, no había animadoras con falditas de tablas, los chicos guapos del equipo universitario de rugby no existían, para aprobar había que estudiar, se ligaba poco, a nadie le importaba si ibas a clase o dejabas de ir, afrontabas un atasco cada mañana para llegar a clase, la ceremonia de graduación era una utopía, te daban el título dos años después de haber finalizado la carrera y la máxima aventura se centraba en conseguir los libros de texto fotocopiados para no tener que comprarlos.

Y, sin embargo, existía la cafetería, el bar, escenario de los mejores momentos de la carrera. Allí hacíamos amigos, fumábamos como carreteros, perpetrábamos un intenso contrabando de apuntes, estudiábamos antes de los exámenes y consumíamos cervezas y cafés. Fue en el bar y no en las aulas donde aprobamos, a trancas y barrancas, la carrera.