Durante una época, el signo de "standing" para una casa era la portería. Curiosamente, la escala de prioridades resultaba bien distinta a la actual. El portero solía vivir en el sobreático, en una vivienda sumaria que coronaba la casa. En cambio, las familias más pudientes ocupaban el entresuelo. Considerado como el lugar de mayor prestigio.
Hoy en día, el ático es la parte más cotizada. Y en cambio el entresuelo se considera demasiado oscuro o cercano a la calle.
En aquellos tiempos, casi cada casa tenía portero. Se colocaba a veces en una especie de cubículo de cristal, parecido a un confesionario, en la entrada. Controlando la llegada y la salida de los vecinos. Interpelando a los desconocidos. Pasando indolentemente la escoba por la entrada. Charlando con otros porteros en la acera.
El portero o la portera eran los dueños de la puerta, como su propio nombre indica. Muchas veces los veías melancólicos y ensoñadores. En esa especie de nirvana que dan las muchas horas sin que pase nada. En otras ocasiones, tenían accesos de mal humor. O de afecto para los vecinos, sobre todo en lo que se refiere a los niños.
En la realidad siempre algo deshumanizada de la entrada, la escalera. En esa penumbra misteriosa. Entre los ruidos indefinidos que salen de los pisos lejanos. El portero y la portera eran unos personajes un poco demiúrgicos. Durante mucho tiempo sacaban la basura. Sabían las intimidades de la finca. Tenían sus propias guerras con algún vecino. Pero siempre en el no-territorio común. En el interespacio de la casa.
El mal llamado "portero automático" supuso un golpe mortal para esa figura. Las comunidades se apuntaron masivamente al nuevo ingenio. Ese interfono productor de voces metálicas. Mucho más barato.
Pero a cambio perdieron la presencia de aquel o aquella que daban humanidad y calor a las zonas más vacías e inhóspitas del edificio.
