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Palma a Palma

Ventanas distintas

Ventanas distintas

Cuando era adolescente, una de mis actividades favoritas era el ventaneo. Me gustaba pasear por las avenidas anchas, y mirar hacia arriba. En las noches de invierno, las ventanas se llenaban de una luz dorada, acaramelada. Desde la fría calle podía adivinar los visillos, las cortinas, las lámparas de pie, los cuadros, los muebles...

Y en la acera me dejaba llevar por las imaginaciones. Quién viviría allí, quién allá. Qué estaría pasando en aquel piso, y en el otro. Las luces, siempre con un componente flámeo y amarillento, hacían que las grandes fachadas fueran una especie de calendario de Adviento. Con sus cuadraditos iluminados y refulgentes. En la adolescencia, aprovechaba para preguntarme cómo sería la casa donde viviría de mayor. Escogía aquellas ventanas que más acogedoras me parecían. Imaginaba las habitaciones y fabulaba sobre mí mismo, ya adulto, leyendo el diario en una butaca, bajo la luz sedosa de una lámpara.

Lo contrario de esa sensación de hogar lejano eran las luces de los fluorescentes. Por lo general servían para distinguir las habitaciones nobles de las puramente utilitarias, como la cocina, el baño o el tendedero. La luz de los fluorescentes es luz muerta, sin relieves, sin calor interno.

Aunque ya no soy precisamente un jovencito, sigo paseando y mirando las ventanas. Y por eso he descubierto una nueva categoría que antes no existía. Muchas ventanas se iluminan hoy en día con luces de bajo consumo o leds. Son ventanas extrañas, con una especie de luminosidad difusa, inconcreta. De colores apagados que, sin llegar al grado mortecino de los fluorescentes, desde lejos parecen un poco como quirófanos o salas de hospital.

Las nuevas ventanas cuentan historias muy distintas. De ahorro, de escasez, de provisionalidad. Son luces de otra época.

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