Al monolito de la Feixina nadie le hizo ni puñetero caso durante décadas. Yo lo veía cada día cuando mi madre me acompañaba al cole, camino de Son Rapinya. Tenía pinta de monumento erigido y abandonado, con ese aire sórdido que se les pone a las esculturas públicas cuando las cubren de pintadas.

Pero en no sé qué momento de la historia reciente, al monolito le pegaron un violento coscorrón para que despertara del letargo en que llevaba sumido tantos años y comenzó su transformación. Primero se le despojó de los símbolos franquistas con los que había nacido, luego se le aseó y, más tarde, se le añadieron unos textos para "contextualizarlo". Curiosamente, cuanto más se hacía para neutralizar su facha, más reacciones airadas suscitaba.

El monolito no entendía nada: ni la defensa a ultranza de su presencia ni el encono cerrado que exigía su demolición, ambas posturas enarboladas por tranquilos ciudadanos que, hasta hacía nada, lo habían ignorado.

Pero los palmesanos no siempre nos dividimos en dos equipos empeñados en andar a la gresca por temas absurdos: es mi obligación recordar la unanimidad con la que todos nos manifestamos en relación a otra escultura, ubicada unos metros al sur del monolito.

Al pobre Lorenzo Quinn le criticamos su obra con una saña desacostumbrada en nosotros quienes, por lo general, callamos por no molestar. Cuando un conductor despistado se empotró contra Encuentros. En seguida, la esfera terrestre que contenía una mano amputada, en una admirable finta, pasó a ennoblecer la Vía Asima. Hoy duerme el sueño de los justos en los almacenes municipales y va haciendo sitio para cuando llegue su primo, el monolito.