La mayoría de chicas de mi generación teníamos una relación conflictiva con el fútbol: no sólo nos aburría, sino que lo aborrecíamos porque los novios se pasaban todos los santos domingos en el Luis Sitjar:

-Todos los domingos noooo, solo uno de cada dos.

-Me da igual, ¡pero si el fin de semana que el Mallorca viaja te tiras el día en el bar Estadio o con la radio pegada a la oreja!

-Es que vamos a subir a Primera, mujer.

-Por mí como si subís a la planta ático.

El Luis Sitjar, por tanto, estaba muy presente en nuestras vidas, aunque no nos sentáramos en sus gradas, igual que nombres como Magdaleno nos eran familiares, aunque no sabíamos ponerles rostro.

Años después, cuando el Mallorca se batía con los grandes de la Liga, decidí que era hora de ver con mis propios ojos qué prodigios ocurrían en ese lugar. Sin duda, cosas fabulosas acontecían para que mis amigos se sacaran el carnet de socio cada temporada.

Entrar en el recinto y comenzar a desentrañar el misterio fue todo uno: los comúnmente sosos mallorquines reían y gritaban mientras se acomodaban en sus localidades, montando un alboroto de mil demonios. Muchos espectadores mataban el tiempo comiendo pipas, escupiendo las cáscaras al suelo y bebiendo cerveza. Otros se decantaban por soberbios bocadillos de palmo y medio o tentadoras chocolatinas.

En esas, apareció el presidente en el palco y todo el estadio, como un solo hombre, le cantó una cancioncilla que decía: "En buenas manos, estamos en buenas manos". Yo me tronchaba. Pero lo bueno de verdad comenzó nada más pitar el árbitro el inicio del encuentro: ¡Qué ambientazo se creó! Gritos, cánticos, Hola Fondo Norte, Hola Fondo Sur, Asso, asso, asso, tenim un equipasso. Era la primera temporada que el Mallorca fichaba a un jugador negro, un tal Fortune, y cada vez que el muchacho tocaba el balón, la afición, espoleada por la novedad, le vitoreaba.

Cuando se pitó una falta en contra obtuve la clave que precisaba para acabar de comprender el porqué de tanta afición al fútbol ¡Lo que se le llegó a decir a aquel árbitro! Ancianos, chavales, niños mentándole a la madre, a la esposa, a la abuela. Luego el primer gol, que me pilló por sorpresa y cuyo estruendo se coló hasta en el rincón más íntimo de mi cuerpo. ¡Y qué alegría, qué de abrazos y cantos! Había penetrado, por fin, en el santuario de los hombres. Ahora, por fin, entendía.

Comida basura, alcohol barato, cigarrillos y puros, pasiones desatadas, olvido del civismo más básico, exaltación de la amistad, cánticos a pleno pulmón: si aquello no era felicidad, ya me dirán qué era.