El siglo XIX, con su arquitectura de hierro y cristal, puso de moda las galerías, luminosos pasajes con frecuencia dedicados al comercio y a los cafés elegantes. La importación que en Palma hicimos del invento nos salió un poco rana. Que ahora recuerde, aparecieron las Galerías Velázquez, las Galerías de la Plaza Mayor, el pasaje de la calle Unió, las galerías Avenida y la breve Galería de Jaime III, mi favorita porque en ella tenía mi abuelo su agencia de viajes.

Una de las cosas chulas de esos pasadizos carentes de luz natural era que siempre hacía viento: te ponías en mitad del estrecho pasillo y la falda volaba y notabas cómo se ondulaba la melena al aire. Iba muy bien para jugar a las hadas o las princesas e, incluso, para sentarte en el suelo a lo indio e imaginar que planeabas sobre ciudades y pueblos, como Pippi en su cama voladora. También me gustaba mirar las fotos de estudio de una conocida tienda de fotografía, casi siempre en blanco y negro, e imitar las poses de los privilegiados niños que salían en ellas.

En las galerías, los negocios no acababan de cuajar y siempre había alguno a punto de cerrar, otro que se traspasaba y otro que llevaba años con la barrera echada. Eran no lugares: no eran calle, pero tampoco eran un espacio cerrado; eran zonas comerciales, pero no apetecía pasear por ellas. Muchas veces, la gente las utilizaba solo como atajo, sin fijarse en los escaparates o en los zapatos y maletas que dejaban los comerciantes fuera del local como reclamo.

Pero a los niños nos encantaban porque tenían recovecos y escondites y comercios con nombres extraños como Almacenes Tiburón. Y a los adolescentes, también, en especial las galerías de la Plaza Mayor. Allí estaba Discos Aloha, donde comprábamos los LP de Supertramp y de Alan Parson, los pósters de Kiss y las chapas de Nuclear NO, estas últimas sin saber qué era eso de "nuclear" ni por qué debíamos oponernos tan rabiosamente a ello. Unos años más tarde, Chernobyl nos lo aclaró.