Adentrarse en el hospital Son Dureta era como darse una vuelta por el centro de Roma: un andamio plantado en medio del vestíbulo, unas telas cubriendo la entrada del servicio de radiología, unos plásticos en el hueco del ascensor. Son Dureta estaba siempre en obras porque cada mes se caía algo.

El deporte nacional de los mallorquines -incluso por delante del truc- era criticar Son Dureta: los cubos bajo las goteras cuando llovía, las listas de espera, el hacinamiento en las habitaciones, los menús, el estado de los cuartos de baño... Ahora bien, cuando venían mal dadas "cap a Son Dureta corrensos".

La sanidad palmesana, cuando yo era pequeña, se parecía a la explanada de Gizeh. Dos grandes pirámides -la Policlínica Miramar y Mare Nostrum (luego Clínica Rotger)- flanqueaban la gran pirámide de Son Dureta. A su alrededor, pequeñas pirámides diseminadas: la Juaneda, la Femenías y la Planas, de las que no acertábamos a emparejar su nombre con la ubicación correspondiente ("¿La Planas cuál es, la que está en Son Armadams?).

Recuerdo Son Dureta como el lugar más animado de Palma, más aun que la calle San Miguel. Los visitantes entraban y salían con flores y revistas, los enfermos en pijama deambulaban por ahí (modalidades gotero o sin gotero), la cafetería estaba siempre a tope y la gente se amontonaba en la parada del bus que estaba frente al pabellón K. Grupos de auxiliares fumaban en la entrada, los pacientes en rehabilitación pedían hora, las consultas de los especialistas echaban humo. ¿Y las urgencias? ¡Ah! Cuántos titulares nos dieron, qué caudalosos ríos de tinta hicieron correr.

Hoy, Son Dureta es como un gigantesco trasatlántico varado en la llanura, gris y solitario. En su lugar nos han endosado Son Espases, con su J-8 y su B-2 y su D-1. Le dan a una ganas de gritar "¡Agua!".