Hay un momento en la vida en que a uno le atropellan las generaciones. Es la franja donde aparecen los nietos, los hijos de los amigos de tus hijos, los nietos de tus conocidos... El relevo que se va gestando a este mundo que, para los que lo hemos vivido, ya se va haciendo caduco.

Ocurre cuando empiezas a verte rodeado de bebés. Esos que crecen tan rápidamente que casi no te das cuenta. Y que van adquiriendo los conocimientos del habla, del andar, de la instrumentalización a pasos agigantados. Tú te ves igual que siempre. Pero los pequeños son diferentes en cada momento.

Es una fase agradable por lo que tiene el relacionarte con niños. Son curiosos y divertidos. Ríen. Te contemplan con los ojos muy grandes. Te examinan y estoy convencido de que saben muchas más cosas sobre nosotros de lo que pensamos. Te pasas el tiempo haciendo muecas y provocándoles cosquillas. Esperando esa risa que suena a música celestial.

De repente te asalta una reflexión. Por ley de vida, estos bebés serán mayores cuando tú ya no estés. Pertenecerán a otro mundo. Y olvidarán esas risas y carantoñas compartidas.

Y eso, a su vez, te hace pensar en tu propia infancia remota. Eres incapaz de recordar los personajes borrosos de la niñez que, al igual que haces tú, te hacían caso. Te paseaban, cogían en brazos, te hacían reír. ¿Quiénes eran? ¿Dejaron algún tipo de influencia en tu vida? ¿Sobreviven en algún rincón desconocido del terciopelo de la memoria? ¿Los recordarás algún día?

Si ellos siguen vivos, a pesar de tantos años y tantas cosas, también eso supone una esperanza para ti mismo. Tal vez, cuando todos esos bebés maduren y sean señores y señoras, no hayan perdido del todo la imagen lejana de alguien que les hizo reír.

Porque vivimos obsesionados por cosas como la fama, el prestigio, la categoría, la inmortalidad. Cuando hay cosas mucho más importantes y también mucho más sencillas.

Como la risa de un bebé.