Si eras un niño palmesano y cursabas EGB, tenías que cumplir con un ineludible calendario de visitas que incluía la fábrica de galletas Quely, la embotelladora de Leche Agama, las cuevas de Campanet y el parque Marineland, todas ellas recibidas con gran alborozo por parte de la clase.

Pero si había una reina entre las salidas escolares, aquella que mis amigas y yo preferíamos sobre las demás, era sin duda la excursión a Sóller en tren. Recuerdo que en la pequeña estación de las Avenidas -o muy cerca de ella- había una cantina en la que nos dejaban comprar un polo Avidesa de limón o de naranja. Subíamos al tren en manada, amonestadas por las profesoras, que recorrían los vagones repitiendo su salmodia:

- ¡Prohibido comer en el tren! La primera que saque la cabeza o las manos por la ventana, se sentará a mi lado toda la excursión

Queríamos obedecer, pero la visión del mundo desde el vagón nos maravillaba: qué insignificantes parecían los peatones y los conductores detenidos en los semáforos, desde la altura imponente del tren ¿Cómo no asomarse a la ventana para saludar a los viandantes, a los parroquianos de los bares de la calle Eusebio Estada, a los perros solitarios?

Una vez en Sóller, paseábamos hasta la parada del tranvía, que nos llevaba hasta el puerto en un trayecto que, entonces, parecía largo. Luego, sentadas en corros en la pequeña playa, nos autorizaban a sacar las fiambreras (entonces utilizábamos esa palabra) y a almorzar al sol, con la sempiterna banda sonora de fondo:

- ¡Prohibido tirar papeles! A la primera que pille poniendo monedas en los raíles, vuelve a Palma sentada a mi lado

Queríamos obedecer, pero obtener el duro aplastado por el paso del tranvía, planito como una lámina y con el perfil de Franco desdibujado, era una tentación insoportable. ¡No podíamos volver a casa sin él! Hubiera sido como regresar a Palma desde Lluc sin el imperdible de cintas de colores enganchado en la manga: inimaginable.