La liturgia otoñal de la vuelta al cole comenzaba para muchas niñas palmesanas con la preceptiva visita a Tejidos Bellver, en la calle de Sant Miquel, proveedora de uniformes escolares, y a Calzados Tolete, en la Plaça de l'Olivar, donde las madres nos compraban dos pares de mocasines negros que debían durar hasta junio.

Cuando llegaba la tercera parada de la tarde de compras septembrina, mi madre le cedía el testigo a mi abuela, que capitaneaba la visita a la mercería: Casa Bet, Plovins o Donya Àngela. Mi abuela sabía que el curso era largo y yo, una niña desastrada, y que iba a necesitar una buena provisión de corchetes para la falda, botones para el babero (sí, llevábamos babero hasta 1º de BUP), cinta blanca para marcar la ropa, cuernos de repuesto para la trenca y agujas e hilo para remendar los leotardos (a la altura de la rodilla) y reforzar los dobladillos.

La ropa, en aquellos años, era como un coche: necesitaba un mantenimiento regular y la mercería (con ese sonoro nombre que me recordaba a la Edad Media) era como el taller que hacía posible su conservación.

Hoy, las madres, haciendo un esfuerzo hercúleo, ponemos un parche termofusible en el pantalón de chándal del niño y cuando se agujerea un calcetín, lo tiramos. Y así les va a las mercerías.