Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Palma a Palma

La montaña en la ciudad

La montaña en la ciudad

A veces, la linea recta no es la distancia más corta entre dos puntos. Sobre todo cuando se trata de relacionar la ciudad con el paisaje lejano que la envuelve. Piensas en esas geometrías de la percepción cuando caminas por una calle y, al fondo, recortada como una maqueta, aparece una de las montañas que nos rodean.

Ves las líneas paralelas de la avenida. Indicando una dirección invisible hacia el Puig Major o el Galatzó, que aparecen a lo lejos como si un artista de telones los hubiera pintado.

No hay mayor contradicción que esa combinación del ruido de la calle, las tiendas, las voces y músicas, la gente caminando. La cotidianeidad más absoluta. Y a lo lejos, las laderas desiertas, los árboles, los despeñaderos, las nubes que se enroscan como algodones a las cumbres. Lo especial por naturaleza. Lo singular. Lo eterno.

Un efecto contrario al que se tiene cuando subes a una montaña y ver Palma a lo lejos. Como un mosaico o como una alfombra. Tan lejana, tan inerte. Te parece algo nimio, sin importancia. Casi inexistente.

Esa línea que une la terraza del café con la cima de la montaña puede ser recta. Pero nunca será la distancia más corta entre ambos puntos. Porque la separación es enorme, casi inconmensurable. Son dos mundos que distan años luz entre ellos. No tiene nada que ver el aire puro de la montaña con el hálito húmedo de la calle. El silencio operístico de la cumbre con el hormigueo permanente de la vida urbana. La montaña despierta ensueños de trascendencia. La calle te sume en el letargo de la rutina.

Es una pena que no existan miradores urbanos para ser conscientes de ese paralelismo cósmico. Ir a ellos y ver cómo se pone el sol en el Galatzó. Respirar. Y dejar por unos momentos el minuteo de la vida cotidiana.

Compartir el artículo

stats