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Transformación social

Los irreductibles del Molinar

Son residentes o veraneantes 'de tota sa vida', de diferentes orígenes sociales pero con un deseo común: seguir viviendo en el barrio que adoran - Lamentan el aluvión de extranjeros porque no se integran y desvirtúan el tradicional enclave

Vista general de la primera línea del Molinar. g. bosch

-"¿Es suya la casa?" -"No, no es mía". -"¿Puedo poner publicidad en el buzón?" -"Sí". -"¿Y esta es suya?" -"Esta sí". -"¿No le interesa vender?" -"No". -"Es que tenemos muchas demandas". -"Supongo que más que ofertas". -"Sí, sí, sí. ¿No le interesa?" -"No". Miquel Carbonell tuvo esta conversación hace unos días con una comercial extranjera de una inmobiliaria. Estaba descansando en la terraza de su casa, situada en la primera línea del Molinar. "Llevaba unos folletos preciosos, de categoría. Se gastan una pasta en eso. Y metió uno en el buzón del vecino. Son educados, pero es una presión constante", explica.

Miquel nació en el barrio, allí vive y allí seguirá, ya que deja claro que no quiere vender. A 50 metros de su hogar residen Xisco Pinya y su vecina, Pilar Rodríguez. Él está durante todo el año desde hace cuatro décadas, aunque antes ya veraneaba en el Molinar. "Desde que nací", destaca. La donostiarra Pilar, de 96 años y con una mente privilegiada, lleva 62 disfrutando cada estío de su tradicional casa frente al mar en Vicari Joaquim Fuster. En invierno vive en Ciutat. Y Guillem Amengual, de 90 años, llegó cuando era niño. Son cuatro ejemplos de los primeros que se asentaron en un barrio popular cuya primera línea está ahora en el top ten de las inmobiliarias y donde los vecinos de tota sa vida deben de ser "menos de la mitad" -calcula Miquel-, irreductibles ante continuas ofertas de compra con cheques casi en blanco.

"Ha cambiado rapidísimo, en los últimos cinco años", dice Pilar. "Me parece fatal -añade-, dentro de poco esto será Alemania. Con lo que era el Molinar, qué barrio tan tranquilo, qué maravilla". Para Xisco, "es comprensible que los extranjeros quieran residir aquí. Y no es que no sean simpáticos. Mis vecinos saludan y el otro día, antes de irse de viaje, me dieron el pan que habían comprado pero no habían empezado". "El problema -argumenta Miquel- es el idioma. La mayoría de los europeos que vienen a la isla no tienen ningún interés en integrarse, en aprender la lengua, y hay un alud de gente nueva, por lo que los residentes de siempre nos sentimos expulsados socialmente", lamenta.

Recuerda que "hace 15 años, cuando un extranjero compraba una casa, era una anécdota, pero ahora son los únicos que lo hacen. Por eso los demás poco a poco nos vamos quedando en minoría", en especial en primera línea, donde las viviendas no bajan del millón de euros. Lo que más fastidia a Guillem, de 90 años y el último 'mohicano' de los mestres d'aixa (carpintero de ribera) del Molinar, es que "el paseo junto al mar está abarrotado de gente y bicicletas, es un desastre. Antes no era así", critica, pero desde que el barrio se empezó a poner de moda, se llena de paseantes, sobre todo el fin de semana, un agobio para el mayor de la saga Amengual.

Ahora que tanto se habla de gentrificación (transformación de un espacio urbano degradado por otro de clase alta, lo que lleva al desplazamiento de los residentes tradicionales), Miquel Carbonell señala que el primer lugar de la isla en el que ocurrió fue en Can Pere Antoni con la construcción de los pisos de lujo de la primera línea. Antes esa zona era llamada el Molinar, porque estaba llena de molinos, y el barrio era el Molinar de Levante, "para diferenciarlo del otro, donde había numerosas chabolas de gitanos", explica Pilar.

Patata y patató

patatóElla era patató, porque veraneaba en el barrio, y Guillem era patata, debido a que vivía todo el año. Xisco explica la peculiar división social que hacían los oriundos: "Las clases acomodadas de Ciutat solían comprar patató para hacer porcella o rostit, mientras que los residentes del Molinar, que eran de clase trabajadora, compraban patatas, ya que son más baratas. Cuando los palmesanos venían en verano y acudían al colmado, pedían patató, por lo que los de aquí utilizaban la expresión ' ja ha vengut es patató' al comenzar el estío. No obstante, "todos estaban integrados, hacían vida de barrio y los niños jugaban unos con otros", detalla Miquel sobre sus primeros recuerdos.

Quienes en los años 60 tenían televisión le daban la vuelta hacia la terraza y la compartían con los vecinos. También se dividían la barra de hielo que el repartidor, Pedro del Habana, llevaba casa por casa para enfriar la nevera. Este comercio fue pionero en el servicio a domicilio de alimentos, "una maravilla", rememora Pilar, que también compraba pescado directamente de la barca de los Ferragut y botellas retornables al lechero Joan. Los entrevistados destacan otros negocios, como la Casa Santa -que tenía colmado, estanco, alpargatería, bodega y carnicería-; los tres hornos de pan -"lo que demuestra la actividad que había"-; la bodega Can Colau -donde algunos sábados había actuaciones de copla-; las tiendas Ca Madó Aina y Ca Na Colomina; el salón de baile Marina; los bares todavía existentes Can Pep y Can Punta; y muchos más.

Sin olvidar a Perico el basurero, al maestro Rafael Cifre ni la villa conocida como la casa de sa por, la casa del miedo. "Nos decían eso a los niños para que no fuésemos. Parece ser que era un escondite de contrabandistas". El Molinar no solo tiene pasado y presente, sino también una buena leyenda.

Miquel Carbonell: "Que no toquen más la costa. Cada intervención ha sido perjudicial"

Nació en el Molinar y vive allí. "Cuando construyeron el Dique del Oeste, las corrientes marinas del Molinar cambiaron. Después hicieron la playa artificial de Can Pere Antoni y la de Ciutat Jardí. La arena ha engullido la fauna. Antes pescaba sepias en la orilla. Que no toquen más la costa, porque cada nueva intervención ha sido peor para la calidad de vida marina", asegura.

Pilar Rodríguez: "¿Una casa frente al mar, que casi se puede tocar? Desde entonces, aquí estoy"

Veranea en el molinar desde 1955. "Vine paseando una Navidad, recién casada, y mi cuñada me dijo: "Esta casa es de mi padre". "¿Frente al mar, que casi se puede tocar?", respondí. Cuando vi a mi suegro, le comenté: "No sabía que teníais una casa frente al mar, yo que vengo de San Sebastián". Y me propuso: "¿Quieres vivir allí. Pues es tuya". Y aquí estoy", dice.

Xisco Pinya: "Ha pasado de ser un barrio con mala fama a pedir un millón por casa"

Vive en el molinar desde hace 40 años. "Ha pasado de ser un barrio con mala fama, donde el agua del mar a veces era de colores por los tintes de las fábricas curtidoras, a pedir un millón de euros o más por una casa en la primera línea. Encima, las inmobiliarias dicen que es el Portitxol, sin diferenciar uno de otro, porque así lo asocian a los pisos de lujo y el hotel", afirma.

Guillem Amengual: "Aprendí a hacer barcos mirando. Al jubilarme, empecé a construir réplicas"

Llegó de niño al molinar. "Aprendí el oficio de mestre d´aixa observando en el astillero. He construido muchos llaüts y pasteres de pescadores. También hice un barco de diez metros de eslora en el sótano de una finca de Palma y una vez partí un barco por la mitad para ampliarlo un metro. Todavía navega. Desmonté pieza por pieza un velero de casi un siglo y lo reconstruí. Cuando me jubilé, no podía estar parado y me dediqué a hacer réplicas en miniatura. Tengo una treintena", cuentan él y su hija Antònia.

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