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Palma a palma

La lección de la sombra

Días de canícula. Las calles son superficies radiantes, que exhalan todo el calor acumulado durante horas. La ciudad se convierte en una especie de parrilla. Un horizonte de persianas cerradas o ventanas abiertas de par en par. Un vahido de asfalto. Un letargo. ¿Y qué nos salva de todo eso? Un pedacito de sombra.

Las sombras callejeras en realidad no tienen una realidad objetiva. Se producen subsidiariamente, de una forma intermitente. Se diría que son irreales, que no tienen sustancia. Porque vienen y van. Se mueven, se disuelven.

¿Pero quién no agradece un pequeño rectágulo de sombra en un día como estos? ¿Cómo afirmar que ese espacio de alivio y frescor no existe, es irreal? En esos momentos, resulta mucho más contundente y absoluto que cualquier edificio de piedra. Y eso que, en puridad, no existe. Pasará media hora, y ese rectángulo de sombra desaparecerá. Sin dejar rastro. Como si nunca hubiera existido.

La lección de la sombra es muy profunda. Estamos acostumbrados a considerar que las cosas importantes de la vida son sólidas, estables, imperecederas. Estatuas, monumentos, catedrales. Pero no siempre es así. Seguramente ocurre lo contrario.

Son esos pequeños oasis de bienestar evanescentes, futiles, los que constituyen la verdadera esencia de nuestra existencia. Esos que desaparecen a los pocos minutos, como las sombras que recorren el pavimento de la ciudad. Sin dejar más rastro que el momento de felicidad que nos han proporcionado.

Tal vez, si buscásemos menos construcciones de piedra, menos referencias consistentes con vocación de eternidad, y nos contentáramos con la sombra fugitiva que recorre las calles. Tal vez entonces estaríamos más cerca de la felicidad.

Esta es la lección de la sombra.

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