En días como ayer, el cielo es el verdadero espectáculo. La ciudad está gris, llena de atascos. Saturada por los desertores de la playa. Con las tiendas con la música a todo volumen, los bares con las teles, los coches que pasan con la radio a toda mecha.
Y encima, los pictóricos cumulonimbus.
Son las nubes más espectaculares. Se van formando lentamente, hasta llegar a una cierta altura. Entonces, semejan grandes montañas nevadas en el cielo. Tienen una gama extraordinaria de colores. Un blanco deslumbrante y luminoso. Unas crestas nítidas, infinitas. Que destacan sobre el azul brillante del cielo.
Los cumulonimbus poseen también sus zonas en sombra, sus vertientes oscuras. Parecen un inmenso continente a la deriva. Y te entran ganas de levantar un mapa de su orografía. Cosa imposible, porque a pesar de su inmenso tamaño, cambian constantemente.
Se cruzan con otras nubes. Se elevan, se ensanchan. Van adquiriendo tonalidades más y más inquietantes. Anuncian la tormenta o el chaparrón inminente.
Mirar los cumulonimbus supone darse cuenta de la verdadera escala de las cosas. Los coches, los turistas, los bares. Qué mundo tan pequeño, insignificante y fútil, si lo comparas con esas grandes fortalezas del firmamento. Esas formaciones gigantescas de vapor que sin embargo parecen sólidas, tangibles. Y que nos hablan de los grandes ciclos de la naturaleza, de las fuerzas ciegas que los griegos identificaban con Zeus, del infinito y de la inmortalidad.
No entiendo como la gente se mete en un bar a ver los infectos programas matinales de muchas televisiones, cuando sobre sus cabezas se desarrolla la superproducción magnífica de los cumulonimbus.