Diariamente recorremos las calles de forma maquinal. Como si el hecho de andar por la ciudad fuera casi intrascendente, trivial, vacío de significado. Cuánto nos equivocamos con esa percepción. No es irrelevante en absoluto transitar por ésta o aquélla calle. Los itinerarios nunca están vacíos de contenido. No sólo existe el paisaje. También hay que hacer caso al transpaisaje. El que está detrás de cada construcción urbana.
Probablemente es algo que cuesta de entender y realizar. Pero no es lo mismo un trayecto que otro. No existen dos calles iguales. Porque cada una despierta, en la parte más subterránea de nuestro interior, sensaciones y recuerdos diferentes.
Algunas calles, por los condicionantes de nuestra historia, se nos hacen más largas. Más pesadas. Incluso desagradables. Pero no solemos reparar en ello. Quién sabe por qué. Tal vez un recuerdo emboscado en el pasado más remoto. Quizás por la propia composición de los edificios. Por las luces o las sombras. Por los olores, el ruido... Existen tantas variantes que no siempre es fácil darse cuenta.
En cambio, otras arterias urbanas te acercan a una felicidad flotante, difusa, como esas brumas matinales que se dibujan sobre la bahía. Son calles que te ponen de buen humor, que te despiertan sentimientos agradables. Muy a menudo acogedores, entrañables. Sin que sepas exactamente la razón.
Pequeñas avenidas de la felicidad, donde uno se encuentra mejor. Y por las que tiende a caminar a la que se deja dirigir por la inconsciencia.
Si lográsemos elaborar una especie de Callejero psicológico, tal vez ganaríamos en calidad de vida. No importaría conocer las razones de nuestras filias y nuestras fobias. Nos bastaría con saber que tal ruta nos pone de buen humor, y que otra nos deprime. Sería una especie de GPS del ánimo y la sensibilidad.
¿Cómo es posible que con tantos adelantos técnicos nadie se haya planteado todavía ese pequeño avance de nuestra vida interior?
