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Patagonia

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Llegan las noches de invierno. En las zonas más turísticas, las calles aparecen desiertas. Tiemblan los plásticos de los escaparates. Los carteles, apagados, parecen restos de un naufragio. Hay pocas farolas, que derraman en el asfalto unas sombras alargadas y expresionistas. Sopla el viento. Hace frío.

En ese contexto, uno busca siempre el recurso patagónico. Algo que solo en esta estación puedes encontrar. En medio de tanta desolación, ventolera y retemblequeo.

Porque en un edificio, solo en uno, brilla una luz. Y atisbas los elementos de una habitación. La lámpara, algo de visillo, tal vez un mueble o una librería. Y esa pequeña luminosidad se parece a esos faros que destellan a lo lejos en medio del mar, cuando todo es un abismo oscuro. Qué sensación más agradable de vida, de presencia, de compañerismo de seres vivos, que producen.

Ese patagonismo todavía es más agradable cuando inviertes los términos. Entras en un café, en medio de la nada rugiente. Cuando llueve o sopla un viento frío. Una vez dentro, te colocas frente a una ventana. Y miras el exterior, como lo haría el oficial de puente en medio de un océano. Las luces del café parecen más cálidas que nunca, la gente más agradable, los aromas más acogedores. Te lo piensas dos veces antes de abandonar el refugio, y dejarte devorar por la inmensidad invernal.

Ese síndrome patagónico te enseña cosas profundas sobre la vida. Te recuerda la soledad cósmica, que tantas veces olvidamos en medio de la ciudad. Te reconcentras en ti mismo, como defensa frente a un exterior desierto y hostil. Y entonces te entregas a recursos antiguos, como rescatar recuerdos, dejar la mirada perdida... O mirar el móvil, que es desgraciadamente lo más usual.

En esa Patagonia quimérica del invierno, los seres somos más humanos. Estamos más cerca los unos de los otros. Mientras que los espacios exteriores son cada vez más grandes y más negros. Eres más tú mismo, porque el mundo ha dejado de ser tuyo.

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