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Enhebrar

Enhebrar

De niño hay cosas que te fascinan. En mi caso, me quedaba embobado viendo cómo mi madre y mi abuela enhebraban el hilo en la aguja de coser. Siempre me ha parecido casi un milagro. Algo dificilísimo de conseguir. Que un hilo largo, de un cierto calibre, pase por un diminuto orificio. De una manera fácil y rápida.

Mi madre tomaba una aguja del acerico, esos pequeños almohadones que parecen el corazón de los enamorados. Cogía la aguja más pequeña. Después el hilo, de entre una gran cantidad de carretes de colores. Luego lo extendía un poco. Miraba fijamente el cabo. Lo humedecía con los labios, y frunciendo sólo un poco el ceño ¡zas! lo enhebraba. Luego se colocaba el dedal, que con su brillo metálico y sus pequeñas concavidades parecía un instrumento mágico. Y comenzaba a coser, con la mirada un poco ausente. Y canturreando alguna canción antigua.

Ese acto aparentemente tan sencillo de ensartar el hilo me recordaba la parábola bíblica del camello y el ojo de la aguja. Aunque la hebra no fuera tan gruesa como un camello, me parecía imposible para una persona que no fuera mi madre.

Ella me enseñó a coser sumariamente antes de irme a la mili. Y desde entonces conservo esos pequeños conocimientos para mis propias emergencias. Pero nunca he logrado superar el miedo al enhebrar. Cuando me enfrento a ese trance, procuro hacer los mismos gestos que mi madre. Pero nunca me salen bien. El hilo pasa por un lado, por otro, por encima, por abajo. Por todos lados menos por el condenado orificio.

Por más que cierre un ojo. Por más que me coloque dos gafas una encima de la otra, necesito muchos intentos frustrados. El hilo parece una serpiente rebelde al encantador. Con vida propia.

Cuando por fin lo logras, piensas con alivio en lo mal que calibramos las cosas de la vida. Muchos detalles diminutos, que creemos intrascendentes, pueden ser más difíciles que las proezas más espectaculares.

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