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Libretas

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Ayer me compré una libreta. Una de esas pequeñas y estrechas, que caben en el bolsillo. Durante muchos años fueron mis compañeras inseparables. Me servían sobre todo para tomar notas, apuntar recados, números de teléfono, el nombre de alguien que me acababan de presentar. Eran como la primera intendencia del no olvido, antes de que luego hicieras una selección y colocaras cada cosa en su sitio.

Pero cuando apareció el teléfono móvil, el mundo cambió. De repente, en el aparato que llevabas tranquilamente en el bolsillo te cabía la agenda telefónica, la libreta de notas, el reloj, el despertador, el medidor de nivel, la brújula, la máquina de fotografiar, la cámara de vídeo, la grabadora, el reproductor de música y yo qué sé cuántas cosas más.

El móvil se convirtió en una especie de enciclopedia portátil. Tan útil, tan plurifuncional, que la pobre libreta de papel pasó pronto a mejor vida. ¿Para qué acarrear un objeto más cuando todo estaba en el móvil?

Sin embargo, vivimos en la época del pensamiento líquido y la obsolescencia programada. Nada es eterno. Mejor dicho, casi nada dura demasiado. Y los móviles tarde o temprano acaban por demostrar sus limitaciones. Si es demasiado antiguo, la memoria se agota enseguida. Y cuando lo cambias, excepto la agenda y poco más, todo desaparece. Se borra. Nunca te acuerdas de rescatar tus archivos de notas, que se van a la tumba con el Nokia desfasado.

La moderna tecnología es evanescente. Tan pronto lo tienes todo como se borra sin dejar rastro. Te deja en blanco sin posibilidad de hacer nada. Por eso, poco a poco vas volviendo la mirada a esos montones de libretas antiguas. Con sus notas a boli igual que siempre. Donde la escritura y los datos sobreviven a los cambios tecnológicos.

Y vuelves a la libreta.

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