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Palma a Palma

La puerta del entresuelo

La puerta del entresuelo

Por esos misterios de la mente, hay recuerdos que se conservan durante toda la vida. Por más remoto que sea su origen. Mientras que muchos otros se emboscan en la niebla del olvido, para no regresar jamás. Entre las primeras imágenes que conservo, se encuentra mi primer día de escuela. Yo tenía entonces cuatro años, y al verme abandonado entre tantos niños desconocidos me puse a llorar.

Recuerdo perfectamente que otro niño, muy moreno, se acercó a mí. Y me dijo con una madurez que hoy me sorprende: "No te preocupes. Que aquí no se comen a nadie".

Aquel niño sería compañero mío durante varios cursos. Hasta que lo perdí de vista. Pero como vivíamos en el mismo barrio, todavía coincidimos varias veces. Vivía en un entresuelo, con un pequeño jardín. Al que se descendía por unas escaleras de metal.

Cada vez que pasaba delante de su casa, me acordaba de él. Y oteaba por las ventanas por si distinguía alguna figura. Recuerdo a su madre, una señora campechana y simpática. Y a su hermano menor. Como si fuera ayer, aunque haga ya muchos años que los perdí de vista.

El otro día volví a pasar por delante. Pensé en que no conozco a nadie más desde un pasado tan remoto. Y me entraron unas ganas enormes de hablar con él. De preguntarle cómo le ha ido la vida. Si ha tenido muchos hijos. De qué ha trabajado. Si ya se jubiló. Cómo ver la vida ahora que ya todo está tan lejos. Si está contento o no con lo que ha hecho.

Me bajé del bus y entré en su portería con una cierta emoción. Miré los buzones. Pero en ninguno de ellos aparecía su nombre. Tal vez se mudó. Tal vez ya haya muerto. Tal vez lo haya olvidado todo. Hubiera subido a su piso. Hubiera llamado al timbre para decirle: "¿Hola, te acuerdas de mí? Soy el que lloraba en la clase de párvulos".

A veces echas mucho de menos ese compañerismo lejano de gente que, aunque distinta a ti, ha hecho tu mismo camino. Y es una pena que el tiempo te corte casi siempre la vía de contacto.

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