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La maldad de las cosas

La maldad de las cosas

Estamos acostumbrados a adjudicar categoría moral a los seres vivos. Benévolos o malévolos. Pero también los objetos pueden alcanzar esas calificaciones. Sin ir más lejos, ¿quién no ha conocido la existencia de cosas malas?

Las cosas no son tan indiferentes como pretendemos. Es verdad que muchas de ellas pasan por nuestra vida con cierta indiferencia. Pero otras acaban por significarse. Las buenas nos consuelan y ayudan, aunque la verdad es que pocas veces nos llegamos a dar cuenta. Porque ya se sabe que resulta fácil ignorar aquello que es provechoso o placentero.

En cambio, las cosas malas se hacen notar. Esas que caen siempre de una manera inconveniente. Que te pinchan, te pellizcan. Esas que parecen ser presas de un instinto escapista y se esconden en los intersticios del sofá. O en el rincón más inaccesible o incómodo de toda la casa.

Parecen habitadas de un instinto perverso. Porque si pueden hacer la puñeta, la hacen. Nadie diría que son meros objetos sin alma. Porque, por el contrario, tienen una intencionalidad muy clara. Y parecen sentir una profunda satisfacción cuando cometen sus maldades.

Esos calcetines que se desparejan una y otra vez. Esas teteras que vuelcan el té fuera cuanto más caliente mejor. Esos papeles que inician un vuelo extraño y desaparecen. Esos cristales rotos que se esconden para clavarse el día en que vas descalzo. Esas gafas que se ocultan en lugares impensables. Esa llave que nunca aparece...

¿Qué les hemos hecho? ¿Porqué se muestran tan alevosamente pérfidas?

Las cosas malas nos plantean dilemas metafísicos difíciles de resolver. Porque tal vez, un día fuimos descuidados o injustos con ellas. Las tratamos mal. Y en su memoria indeleble de cosa, nos guardan rencor. Alimentan su pequeña venganza cosística. Esperan pacientemente el momento de tomarse la revancha.

Ya sabían lo que se hacían los antiguos, cuando decían que el mundo está lleno de dioses y demonios. Y las cosas también.

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