Diario de Mallorca

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Crónica de Antaño

Un informador de Napoleón en Palma (II)

Fotografía histórica del paseo de las Quatre Campanes de Palma.

El ilustrado francés André Grasset extendía sus críticas al resto de las calles de Palma, pues las encontraba estrechas y mal pavimentadas. También afirmaba que las plazas presentaban una planta irregular fruto de una urbanización desordenada, alejada de cualquier regulación racional. Mientras los mallorquines y las mallorquinas, consideraban la Rambla, y su continuidad fuera de las murallas a través del camino de las Quatre Campanes, como un lugar aceptable de recreo y esparcimiento, Grasset ni siquiera la consideraba digna de llamarse paseo, "pues no dejaba de ser una simple arboleda de no más de doscientos pasos de largo con bancos de piedra a los lados". Además, "no se han reemplazado muchos de los árboles que han muerto o que han sido talados. Por este motivo, a pesar de la magnitud de los ejemplares que quedan, uno se encuentra expuesto a los rayos de sol y a la lluvia". La puerta de Jesús enlazaba la Rambla con el paseo de las Quatre Campanes. Por supuesto, este último tampoco se libraba de las objeciones del cronista francés. Según su descripción se trataba de un paseo "formado por unos arbolitos cuyas hojas no hacen ningún tipo de sombra ni tampoco ofrecen ningún placer a la vista". El paseo de las Quatre Campanes era un lugar muy frecuentado los días festivos por la tarde, especialmente por la juventud palmesana. Las jóvenes de la alta sociedad se dedicaban a pasear con sus carrozas -descritas por Grasset como "carrozas de construcción muy tosca"- tiradas por mulas, guarnecidas con arreos de cuerda, mientras eran observadas por los viandantes que se agolpaban en los laterales del camino. Estos carruajes se paseaban colocados uno detrás de otro formando una larga cola que durante horas iba dando vueltas por las Quatre Campanes: de la puerta de Jesús, en las murallas, al convento homónimo; y del convento, de regreso a la puerta. Así ininterrumpidamente. A ese movimiento se le llamaba "fer sa roda". La roda se desplazaba lentamente, lo que permitía a los jóvenes galantes subirse a los estribos (pujadors) de los carruajes y, una vez a bordo, reclinados en las puertas, se asomaban en el interior para cortejar a las jóvenes. Entre estos pretendientes siempre había alguno de más afamado. Por supuesto, que uno de esos jóvenes brincase al pujador de una carroza determinada, significaba el halago hacia la propietaria y la envidia del resto de las chicas. Estas costumbres conformaban unas normas que se guardaban estrictamente. Por ejemplo, un carruaje que se iba al campo o llegaba de él, estaba obligado a guardar rigurosamente su turno en la cola que hacía sa roda para poder entrar, o salir, de la ciudad. Saltarse la cola significaba dárselas de más que el resto. Precisamente, una tarde que André Grasset paseaba por las Quatres Campanes fue testigo de una escena estrambótica y divertida. Por lo visto, la mujer del capitán general, impaciente, se saltó su turno en la cola. Inmediatamente, su carroza fue rodeada por todas las demás, organizándose un lío fenomenal. Entonces, "las damas mallorquinas, el cuello alargado, sacaban la cabeza por la ventana y lanzaban las expresiones más indecentes a la generala, la cual, por su parte, pataleaba y amenazaba con el abanico. Lacayos, cocheros y viandantes no disimularon sus risas y más de uno de ellos silbó a aquella descarada que había intentado colarse.

Por lo que hace a las casas palmesanas, a las que los viajeros por lo general siempre elogiaron, tampoco convencían al exigente Grasset. "Las casas de Palma son generalmente muy grandes, pero mal distribuidas y con muy poca decoración". Las consideraba, erróneamente, morunas. Destacó de ellas "su planta principal, con estancias muy espaciosas y altas. En verano se está fresco; en el invierno uno se congela". Le sorprendió las pocas chimeneas que había, colocadas básicamente solo en las cocinas (la llar), "aunque se hace poco uso de estas pues se cocina casi todo al horno. Todo el mundo se calienta con braseros encendidos con brasas". En más de una ocasión el francés tuvo la oportunidad de observar cómo era una velada alrededor de esos braseros, de las que dijo "que no había nada más complaciente. Hombres y mujeres se colocan o, mejor dicho, se aclocan en asientos muy bajos alrededor del brasero. Uno, con el cigarrillo de papel en la boca, lanza amorosamente el humo al rostro de su enamorada; esta, con la mirada tímidamente bajada, sonríe mientras remueve las cenizas del brasero con un cucharón de cobre; otro cuenta las novedades del día o canturrea algún canción". Este momento idílico podía verse interrumpido cuando "de repente al propietario de la casa se le antoja entonar lúgubremente el rosario, que toda la compañía repite en falso bordón; solo falta la criada, desde el fondo de la cocina removiendo una cacerola, se una con su voz a los orantes. Es imposible para un extranjero permanecer quieto mucho tiempo. Este se retira balbuceando un "bona nit tenguin", manera de desear las buenas noches".

A pesar de sus críticas, Grasset admitió y supo apreciar algunas de las virtudes isleñas. Especialmente se sintió atraído por las costumbres y modus vivendi de los baleares. Empezando por el idioma: "la lengua de estos isleños es la misma que la catalana, de la cual sólo difiere en algunas palabras particulares y en la pronunciación de muchas otras. Un catalán se entiende perfectamente con un mallorquín, un menorquín y un ibicenco".

En cuanto a los mallorquines y mallorquinas, Grasset los consideraba, amables y educados y hospitalarios con los forasteros: "en aceptar los ofrecimientos [el forastero] del buen payés, dudará si es este el que obsequia o el que ha sido obsequiado". También admiró cómo la sociedad isleña se divertía. Pudo asistir a los bailes de máscaras organizados en el interior de la Lonja; y también paseó durante muchas noches, hasta el amanecer, por las atestadas calles en que "todos los habitantes del barrio se enorgullecen de decorar las fachadas de sus casas con cuadros y tapicerías, y decoran las ventanas y las puertas con farolillos de diferentes colores". Mientras los músicos amenizaban las calles de Palma, los vendedores de licores refrescantes y pastelitos, iban de un lado al otro. La romería de Sant Bernat también dejó buena impresión al francés, por demostrar de nuevo los mallorquines que sabían divertirse y disfrutar de la vida sin demasiados artificios. Advirtió sorprendido Grasset que ni en las fiestas de los pueblos ni en Palma había peleas, al contrario, allí reinaba "una alegría pura, una tranquilidad perfecta, que hacen las delicias y el objeto de admiración del forastero". Sí se quejó de la nobleza y de los artesanos, pues destacaba "un fuerte matiz de vanidad en los hombres de rango distinguido, que no reconocen nada por encima de ellos, y en los artesanos, que se creen haber alcanzado la perfección última".

Aquí se han apuntado los comentarios centrados en Palma, pero sus informaciones se extendieron por el resto de Mallorca y de las otras islas del archipiélago. Acertase o no en sus percepciones y descripciones, se puede afirmar que el Voyage de André Grasset, abrió buena parte del camino de obras posteriores (las de Sand, Laurens, Pagenstecher, Vuillier€) las cuales conforman el extenso elenco literario de viajes por las Balears, de ahí que se le deba reconocer su importancia.

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